El creyente debería vivir de manera que pudiera comulgar todos los días si su confesor se lo permitiese. Al menos, no omitir por su culpa una sola de sus comuniones. Comulgar frecuentemente es corresponder al deseo más dulce e imperioso del Corazón de Jesús, porque el amor quiere la unión, no reposa sino en la unión.
Demos, pues, a nuestro amabilísimo Salvador, tan lleno de amor por nosotros, esta suma complacencia que anhela. La pequeña forma que nos está destinada, y que desde hace algunos días quizá reposa en el Copón, allí está ocultando un Corazón que late de amor por nosotros, que arde de deseo de unirse con nuestro corazón tan miserable, tan indigno. Si pudiéramos comprender sus palpitaciones inefables, las suaves emociones del Corazón de un Dios herido de amor por su ingrata y frágil criatura, ciertamente moriríamos de felicidad.
El creyente que vive cerca del Corazón de Jesús, es el que debe conocerle mejor y amar más, es el ser afortunado a quien toca corresponder plenamente a un tal amor. Nuestras comuniones deben ser frecuentes, humildes, fervorosas. Preparémonos, pues, desde la víspera con piadosas oraciones jaculatorias, y algún pequeño sacrificio ofrecido a un Dios tan bueno, que nos viene a enriquecer con sus dones.
Cuando tengamos a Jesús en el corazón, esforcémonos con ternura filial en consolar a este dulce Salvador del olvido e ingratitud de los hombres, que tan mal pagan su incomparable amor. En el día y durante la hora de adoración, multipliquemos las jaculatorias de acción de gracias, evitemos las menores faltas y, si se puede, hagamos por la tarde una visita al divino prisionero del Tabernáculo para darle gracias de haberse dado de nuevo a nosotros en la sagrada comunión.