La venerable madre María de Jesús solía pasar largas horas en oración, incluso cuando hacía frío y nevaba, levantándose blanca de la nieve que sobre ella había caído, y no se helaba ni la sentía, porque el calor interior que en ella irradiaba la mantenía absorta a toda incomodidad exterior. En aquellos oscuros tiempos renovó esta hermana religiosa lo que se escribe de aquellos antiguos anacoretas, que en semejantes ocasiones se hallaban enterrados en la nieve, sin lesión alguna en sus cuerpos.
Un día se le representó el Señor, y le dio a escoger entre las penas, o gozar, mostrándole las manos, diciéndole:
"escoge, hija, la suerte que quieres de estas dos, que aquella te será dada". Ella, que no atendía tanto a su gusto, cuanto al de Dios, para terminar de decidirse miró con atención cual era más grato a su Divina Majestad, y viendo al Señor inclinado a que abrazase el padecer, por más seguro y provechoso, lo escogió, y dejó el descanso. Por cuatro años padeció esta hermana grandes tribulaciones y desamparos, después se le apareció con una corona en las manos, y se la puso sobre su cabeza, y el Señor le dijo que "el que sufría trabajos interiores con paciencia, era como el que navega con viento en popa, que
en poco tiempo anda mucho". Así, quedó con este grandísimo amor al padecer, y traía tan impetuosas ansias de martirio, que para poderlo sufrir hacía cuenta.