La venerable madre María de Jesús solía pasar largas horas en oración, incluso cuando hacía frío y nevaba, levantándose blanca de la nieve que sobre ella había caído, y no se helaba ni la sentía, porque el calor interior que en ella irradiaba la mantenía absorta a toda incomodidad exterior. En aquellos oscuros tiempos renovó esta hermana religiosa lo que se escribe de aquellos antiguos anacoretas, que en semejantes ocasiones se hallaban enterrados en la nieve, sin lesión alguna en sus cuerpos.
Un día se le representó el Señor, y le dio a escoger entre las penas, o gozar, mostrándole las manos, diciéndole: "escoge, hija, la suerte que quieres de estas dos, que aquella te será dada". Ella, que no atendía tanto a su gusto, cuanto al de Dios, para terminar de decidirse miró con atención cual era más grato a su Divina Majestad, y viendo al Señor inclinado a que abrazase el padecer, por más seguro y provechoso, lo escogió, y dejó el descanso. Por cuatro años padeció esta hermana grandes tribulaciones y desamparos, después se le apareció con una corona en las manos, y se la puso sobre su cabeza, y el Señor le dijo que "el que sufría trabajos interiores con paciencia, era como el que navega con viento en popa, que en poco tiempo anda mucho". Así, quedó con este grandísimo amor al padecer, y traía tan impetuosas ansias de martirio, que para poderlo sufrir hacía cuenta.
El Señor le mostró unas almas hermosísimas como debajo de un manto, a quienes las miraba su Divina Majestad con afecto amoroso, como quien se agradaba mucho en ellas. En otra parte vio mayor número de almas feas, y rodeadas de cadenas, con las que las tenía cautivas los demonios, y que el Señor les volvía el rostro, como quien no se dignaba mirarlas. Entendió la religiosa que las primeras eran las que estaban en gracia de Dios, y las segundas en estado de pecado mortal. Quedó tan impresionada y lastimada de ver en tan miserable servidumbre a las que habían sido criadas para ver a Dios, y redimidas con su Santísima Sangre, que por cualquiera diera la vida de muy buena gana, si Dios lo quisiera así. Desde entonces hacía muchos sacrificios por su reparo, y cuando sabía que alguien estaba en pecado, experimentaba una grandísima pena, que en nada hallaba consuelo, sino en pedir al Señor su conversión y enmienda.
Era tales sus penitencias y sacrificios, que sus hermanas religiosas tuvieron que intervenir para tratar de que las redujese. Sin embargo, en una ocasión en que le asaltó un pensamiento de que tal vez degradase a Dios en ellas, o lo molestase, empezó a dudar si seguir con ellas. Entonces Cristo la instruyó, diciéndole que "mucho le servía en semejantes ejercicios, ya que por regalos y placeres estaba perdido el mundo, no por penitencias. Que si los que seguían su cruz no la abrazaban, ¿quién la abrazaría entonces?". A partir de entonces, la religiosa no hizo caso de las habladurías, y todas las ocasiones que se ofrecían de mortificación las abrazaba con gusto, diciendo que los trabajos "eran riquezas no conocidas, a quien el sentido depravado mudó el hombre, llamando trabajo a lo que era gloria".
¿Qué dirán los que aman esta vida miserable, y viven cautivos de sus gustos, y aborrecen la vida penitente? ¿Qué dirán, pues, leyendo y considerando a estas nobles vírgenes, las cuales, dejando de lado lo bueno y estimable del mundo, abrazaron una vida mortificada y llena de trabajos, y tan opuesta al sentido y toda aplicada a castigar la carne, y a seguir al Redentor Crucificado?
| Preparación: OratorioCarmelitano.com / OratorioCarmelitano.blogspot.com
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