Dios es bueno e inmutable y está exento de pasiones. Si se considera como razonable y verdadero que Dios no está sujeto a cambios, no se entiende cómo puede alegrarse con los buenos, despreciar a los malos, encolerizarse con los pecadores, y luego, si se le rinde culto, tornarse propicio. Hay que decir, sin embargo, que
Dios ni se alegra ni se enfurece, porque la alegría y la tristeza son pasiones. Es absurdo pensar que la divinidad se siente bien o mal a causa de las acciones humanas.
Dios es bueno y
solo obra el bien, no perjudica a nadie y permanece siempre igual. Cuando nosotros somos bondadosos, actuamos en comunión con Él por semejanza a Él y, cuando nos domina el mal, nos separamos de Dios, por desemejanza con Él. Viviendo virtuosamente, somos hijos de Dios; cuando nos domina el mal, nos vemos apartados de Él; pero esto no significa que Él se encolerice con nosotros, sino que
nuestros pecados no permiten que Dios resplandezca en nosotros, ya que nos unen a los demonios torturadores. Si con plegarias y obras ganamos la absolución de los pecados, esto no significa que contentamos a Dios y lo cambiamos, sino que mediante estas acciones y nuestra conversión a Dios, al sanar el mal que hay en nosotros volvemos a hacernos capaces de gozar de la divina bondad; por eso, si decimos que Dios se retrae de los malos es como decir que el sol se oculta a quien le falta la vista. Es decir, cuando llevamos una vida justa y recta, vivimos según los mandamientos y nos arrepentimos de infringirlos, entonces nuestra alma se une al Espíritu de Dios y nos sentimos bien.