El Verbo Encarnado, que se nos dio, posee un poder sin límites. Aparece en el Evangelio como el supremo Señor de la tierra, de los demonios y de la vida sobrenatural; todo está sometido a su dominio soberano.
En ese poder del Salvador existe aún para nosotros otro motivo segurísimo de confianza. Nada puede impedir a Nuestro Señor el socorrernos y protegernos.
Jesús domina las fuerzas de la naturaleza. En los comienzos de su ministerio apostólico, asiste a las Bodas de Caná. Durante el banquete, faltó vino. ¡Qué humillación para la pobre gente que había convidado al Maestro con su Madre y los discípulos! La Virgen María se dio cuenta enseguida del contratiempo: Ella es siempre la primera en darse cuenta de nuestras necesidades y en aliviarlas. Dirige al Hijo una mirada de súplica, le murmura en voz baja una corta oración. María conoce su poder y su amor. Y Jesús, que nada sabe rehusarle, transforma el agua en vino. Este fue su primer milagro.
En otra ocasión, una tarde, para evitar la multitud que lo asedia, el Maestro atraviesa en barca con los discípulos el lago de Genezaret. Mientras navegan se levanta un huracán, se desata la tempestad, las grande solas crecen y se deshacen ruidosamente.
El agua inunda la toldilla; la embarcación se va a hundir. Él, fatigado de la dura faena, duerme a popa, la divina cabeza apoyada sobre el cordaje. Los discípulos aterrorizados lo despiertan gritando: "¡Señor, Señor, sálvanos que perecemos!". Entonces, el Salvador se levanta, amenaza al viento, dice al mar enfurecido: Silencio, cálmate.
Instantáneamente todo se calmó. Los testigos de esa escena se preguntan con asombro: "¿Quién es este hombre que hasta los vientos y el mar le obedecen?".