Semana en el Oratorio

Desprecio de los bienes mundanos

11.5.18

Confianza: Lo hace según la situación de cada uno


¿Debemos tomar al pie de la letra esas palabras y comprenderlas en su sentido más estricto? ¿Nos dará Dios rigurosamente lo necesario: el trozo de pan seco, el vaso de agua, el pedazo de tela que nuestra miseria necesita urgentemente? No, el Padre celestial no trata a sus hijos con avarienta parsimonia. Pensar así, sería blasfemar contra la divina bondad; sería, por así decirlo, desconocer sus hábitos.

En el ejercicio de su providencia, como en su obra creadora, Dios usa, en efecto, de gran prodigalidad.




Cuando lanza los mundos a través de los espacios, saca de la nada millares de astros. En la Vía Láctea, esa inmensa región de las noches luminosas; ¿cada grano de arena no es un mundo? Cuando alimenta a los pájaros, los convida a la opulentísima mesa de la naturaleza. Les ofrece el trigo que llena las espigas, los granos de todas las especies que maduran en las plantas, los frutos que el otoño dora en los bosques, las semillas que el labrador echa en los surcos. ¡Qué menú variado hasta el infinito para la alimentación de esos humildes animales! Cuando crea las plantas, ¡con qué gracia adorna sus flores! Les labra la corola como si fuesen joyas preciosas; echa en sus cálices deliciosos perfumes, les teje los pétalos de una seda tan brillante y delicada, que nunca los artificios les igualarán la belleza.

Y tratándose del hombre, su obra maestra, el hermano adoptivo de su Verbo encarnado, ¿acaso se mostrará avaro? Obviamente, no es posible.

Consideremos, pues, como verdad indiscutible que la Providencia provee abundantemente las necesidades temporales de los hombres.

Sin duda, habrá siempre en la tierra ricos y pobres. Mientras unos viven en la abundancia, otros deben trabajar y practicar una sabia economía. El Padre celestial, sin embargo, suministra a todos los medios para vivir con cierto bienestar, según la condición en que los colocó.

Volvamos a la comparación que emplea Jesús. Dios vistió al lirio espléndidamente, pero esta vestidura blanca y perfumada era reclamada por la naturaleza del lirio. Más modestamente fue tratada la violeta; Dios le dio, sin embargo, lo que convenía a su naturaleza particular. Y esas dos flores se abren encantadoramente al sol, sin que nada les falte.

Así hace Dios con los hombres. Colocó a unos en las clases más altas de la sociedad; puso a otros en condiciones menos brillantes; sin embargo, a unos y a otros da lo necesario para mantener dignamente su posición.

Contra esto se podría levantar una objeción aludiendo a la inestabilidad de las condiciones sociales. En la presente crisis, ¿no será más fácil decaer que elevarse o incluso mantenerse en el mismo nivel? Sin duda. Pero la Providencia proporciona exactamente el auxilio a las necesidades de cada uno: para los grandes males envía los grandes remedios. Lo que las catástrofes económicas nos quitan podemos readquirirlo con nuestra industria o trabajo.

En los casos menos frecuentes en que la propia actividad se ve del todo reducida a la imposibilidad, tenemos, entonces, el derecho de esperar una intervención excepcional de lo alto.

Generalmente, por lo menos así lo creo, Dios no hace decaídos. Él quiere, por el contrario, que progresemos, que crezcamos, que nos elevemos con sabiduría. Si a veces permite una decadencia de nivel social, no la quiere por una voluntad anterior a la acción de nuestro libre albedrío.

Lo más frecuente es que tal decadencia social provenga de faltas nuestras, personales o hereditarias. Es generalmente consecuencia natural de la pereza, de la prodigalidad, de diversas pasiones. Aun así el hombre decaído puede levantarse y, con el auxilio de la Providencia, reconquistar, por sus esfuerzos, la situación perdida.

P. Raymond de Thomas de Saint Laurent | Preparación: OratorioCarmelitano.com / OratorioCarmelitano.blogspot.com

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