El mejor elogio que se puede hacer de la confianza consiste en mostrar sus frutos: será el asunto de este último capítulo. ¡Puedan las consideraciones siguientes dar ánimo a las almas inquietas para hacerles vencer su pusilanimidad y practicar perfectamente esa preciosa virtud! La confianza no crece en las esferas más modestas de las virtudes morales; ella se eleva de un salto hasta el trono del Eterno, hasta el propio Corazón del Padre celestial.
Rinde un excelente homenaje a sus Perfecciones infinitas; a su Bondad, porque sólo de Él espera los auxilios necesarios; a su Poder, porque desprecia toda otra fuerza que no sea la suya; a su Ciencia, porque reconoce la sabiduría de sus intervenciones soberanas; a su Fidelidad, porque cuenta sin vacilación con la Palabra divina.
Participa, pues, esa virtud, al mismo tiempo, de la alabanza y de la adoración.
Ahora bien, en las diversas manifestaciones de la vida religiosa, ningún acto es más elevado que aquéllos: son los actos sublimes de los que se ocupan los Espíritus bienaventurados en el Cielo. Los Serafines velan la faz con las alas en presencia del Altísimo y los Coros angélicos le repiten, colmados de alegría, su triple aclamación.
La confianza resume, en una luminosa y dulce síntesis, las tres virtudes teologales: la Fe, la Esperanza y la Caridad.
Por eso el Profeta Jeremías, deslumbrado por el brillo de esa virtud, se siente incapaz de contener su admiración y exclama con entusiasmo: "¡Bienaventurado el varón que confía en Dios!".
Al contrario, el alma sin confianza ultraja al Señor. Duda de su Providencia, de su Bondad y de su Amor. Busca el amparo de las criaturas; incluso llega a veces, en nuestros días, a entregarse a prácticas supersticiosas. La infeliz se apoya sobre columnas frágiles que se derrumbarán bajo su peso y la herirán cruelmente.
Y Dios se irrita con esa ofensa.
El cuarto Libro de los Reyes narra que Ocosías, enfermo, mandó consultar a los sacerdotes de los ídolos. Yahveh se encolerizó; encargó al Profeta Elías que transmitiera terribles amenazas al soberano: "¿Acaso no hay Dios en Israel, para que envíes a consultar a Belcebú, dios de Acarón? Por lo mismo, pues, de la cama en que te acostaste no te levantarás, sino que morirás irremediablemente".
El cristiano que duda de la Bondad divina y restringe sus esperanzas a las criaturas, ¿no merecerá el mismo reproche? ¿No se expone a justos castigos? ¿No vela acaso la Providencia sobre él, para que le sea necesario dirigirse locamente a seres débiles, incapaces de venir en su auxilio?
P. Raymond de Thomas de Saint Laurent | Preparación: OratorioCarmelitano.com / OratorioCarmelitano.blogspot.com
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