Semana en el Oratorio

Desprecio de los bienes mundanos

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5.5.19

Aspiración del Santo Cura de Ars a la Santísima Virgen


¡La Comunión! Explicádmela Vos misma, ¡Oh María! Alcanzadme un rayo de Vuestra luz para comprender algo de ella.

- ¡Ah!, pobre hija mía, pide más bien una partícula de mi Corazón para amar y querer. ¿De qué sirve comprender, y de qué serviría aún ver, si no se obra? En el cielo es en donde se verá y se comprenderá. Sobre la tierra basta inmolarse y sufrir.

¡La Comunión!, es unirse con Jesucristo, es recibirle como víctima, es ser víctima con él... Víctima, renunciándose a sí misma, viviendo para Él, muriendo para todo, abrazando la cruz, llevándola, identificándose con ella; esta es la Comunión. Es una extensión de la Encarnación, pues la sagrada Humanidad de Jesús no se ha unido a su divinidad para otro fin, sino para poder sufrir, inmolarse y morir.

Adora, pues, a tu Salvador en la Eucaristía. Aniquila tu propio ser para que Él le cambie en el suyo. No busques dulzura alguna ni consolación sensible, ni pidas más que la fuerza y la voluntad para subir también al Calvario, y subir con el peso de la cruz. Y si cada comunión te hace adelantar un paso en el estrecho sendero, bendice la Voluntad Divina por el favor que te concede.

| Preparación: OratorioCarmelitano.com / OratorioCarmelitano.blogspot.com

8.7.17

Sobre el Juicio Final


Tunc videbunt Filium hominis venientem cum potestae magna et maiestate.
Entonces verán al Hijo del hombre viniendo con gran poder y majestad terrible, rodeado de los ángeles y de los santos.
(S. Luc., XXI, 27.)


No es ya, hermanos míos, un Dios revestido de nuestra flaqueza, oculto en la obscuridad de un pobre establo, reclinado en un pesebre, saciado de oprobios, oprimido bajo la pesada carga de su cruz; es un Dios revestido con todo el brillo de su poder y de su majestad, que hace anunciar su venida por medio de los más espantosos prodigios, es decir, por el eclipse del sol y de la luna, por la caída de las estrellas, y por un total trastorno de la naturaleza. No es ya un Salvador que viene como manso cordero a ser juzgado por los hombres y a redimirlos; es un Juez justamente indignado que juzga a los hombres con todo el rigor de su justicia. No es ya un Pastor caritativo que viene en busca de las ovejas extraviadas para perdonarlas; es un Dios vengador que viene a separar para siempre los pecadores de los justos, a aplastar los malvados con su más terrible venganza, a anegar los justos en un torrente de dulzuras. Momento terrible, momento espantoso, ¿cuándo llegarás? Momento desdichado ¡ ay ! quizás en breve llegarán a nuestros oídos los anuncios precursores de este Juez tan temible para el pecador. ¡Oh pecadores!, salid de la tumba de vuestros pecados, venid al tribunal de Dios, venid a aprender de qué manera será tratado el pecador. El impío, en este mundo, parece hacer gala de desconocer el poder de Dios, viendo a los pecadores sin castigo; llega hasta decir: "No, no, no hay Dios ni infierno"; o bien: "No atiende Dios a lo que pasa en la tierra". Pero dejad que venga el juicio, y en aquel día grande Dios manifestará su poder y mostrará a todas las naciones que El lo ha visto todo y de todo ha llevado cuenta.

¡Qué diferencia, hijos míos, entre estas maravillas y las que Dios obró al crear el mundo! Que las aguas rieguen y fertilicen la tierra, dijo entonces el Señor; y en el mismo instante las aguas cubrieron la tierra y la dieron fecundidad. Pero, cuando venga a destruir el mundo, mandará al mar saltar sus barreras con ímpetu espantoso, para engullir el universo entero en su furor. Creó Dios el cielo, y ordenó a las estrellas que se fijasen en el firmamento. Al mandato de su voz, el sol alumbró el día y la luna presidió a la noche. Pero, en aquel día postrero, el sol se obscurecerá, y no darán ya más lumbre la luna y las estrellas. Todos estos astros caerán con estruendo formidable.

26.5.17

Sobre el pensamiento de la muerte


Cum appropinquaret portae civitatis, ecce dejunctus efferebatur filius unicus matris suae: et haec vidua erat.
(Al acercarse Jesús a las puertas de la ciudad (de Naim), vio que llevaban a enterrar al hijo único de una mujer que era viuda).
San Lucas, VII,12.


Nada tan eficaz, hermanos míos, para quitarnos la afición a esta vida y a los placeres del mundo, y para llevarnos a pensar seriamente en aquel momento terrible que debe decidir nuestra eternidad, como la vista de un cadáver que llevan a enterrar. Por esto la Iglesia, siempre atenta y ocupada en proporcionarnos los medios más adecuados para inducirnos a trabajar por nuestra salvación, nos evoca, tres veces al año, el recuerdo de los muertos que Jesucristo resucitó (en la domínica XXIIIa después de Pentecostés, leemos en el Evangelio de la Misa la resurrección de la hija de Jairo; el jueves de la IVa semana de Cuaresma y la domínica XVa después de Pentecostés, la del hijo de la viuda de Naim, y el viernes de la IVa semana de Cuaresma, la resurrección de Lázaro.); a fin de forzarnos, en alguna manera, a preparar tan temible viaje. En un pasaje del Evangelio, nos presenta a una niña de doce años solamente, o sea de aquella edad en que apenas se ha comenzado a gozar de placer alguno.

Con todo y ser hija única, muy rica, y amada con ternura por sus padres, a pesar de todo esto, la muerte la hiere y la arrebata del mundo de los vivientes. En otro pasaje, vemos a un joven de unos veinticinco años, en la flor de su edad, el cual constituía el mayor y casi único apoyo y el solo consuelo de una madre viuda; sin embargo, ni las lágrimas ni la ternura de aquella madre desolada pueden impedir que la muerte, esa implacable muerte, haga presa en aquella naturaleza joven. En otra parte del Evangelio, hallamos a otro joven, a Lázaro. Este joven hacía las veces de padre respecto a sus dos hermanas, Marta y Magdalena, bien parece que la muerte debiera haberlo tenido en consideración; mas no, la muerte cruel siega aquella vida, y condena sus despojos a la sepultura para ser allí pasto de gusanos. Fue necesario que Jesús obrase tres milagros para devolverlos a los tres a la vida. Abramos los ojos, H. M., y contemplemos por un momento ese conmovedor espectáculo, el cual nos demostrará en forma irrebatible la fragilidad de nuestra vida, y la necesidad de despegarnos de ella, antes que la inexorable muerte nos arranque a pesar nuestro del mundo. "Joven o viejo, decía el santo rey David, pensaré con frecuencia que he de morir, y me prepararé a ello con tiempo". A fin de animaros a hacer lo mismo, voy ahora a mostraros cuán necesario nos sea el pensamiento de la muerte para desengañarnos de la vida y para aficionarnos a solo Dios.