Tunc videbunt Filium hominis venientem cum potestae magna et maiestate.
Entonces verán al Hijo del hombre viniendo con gran poder y majestad terrible, rodeado de los ángeles y de los santos.
(S. Luc., XXI, 27.)
No es ya, hermanos míos, un Dios revestido de nuestra flaqueza, oculto en la obscuridad de un pobre establo, reclinado en un pesebre, saciado de oprobios, oprimido bajo la pesada carga de su cruz; es un Dios revestido con todo el brillo de su poder y de su majestad, que hace anunciar su venida por medio de los más espantosos prodigios, es decir, por el eclipse del sol y de la luna, por la caída de las estrellas, y por un total trastorno de la naturaleza. No es ya un Salvador que viene como manso cordero a ser juzgado por los hombres y a redimirlos; es un Juez justamente indignado que juzga a los hombres con todo el rigor de su justicia. No es ya un Pastor caritativo que viene en busca de las ovejas extraviadas para perdonarlas; es un Dios vengador que viene a separar para siempre los pecadores de los justos, a aplastar los malvados con su más terrible venganza, a anegar los justos en un torrente de dulzuras. Momento terrible, momento espantoso, ¿cuándo llegarás? Momento desdichado ¡ ay ! quizás en breve llegarán a nuestros oídos los anuncios precursores de este Juez tan temible para el pecador. ¡Oh pecadores!, salid de la tumba de vuestros pecados, venid al tribunal de Dios, venid a aprender de qué manera será tratado el pecador. El impío, en este mundo, parece hacer gala de desconocer el poder de Dios, viendo a los pecadores sin castigo; llega hasta decir: "No, no, no hay Dios ni infierno"; o bien: "No atiende Dios a lo que pasa en la tierra". Pero dejad que venga el juicio, y en aquel día grande Dios manifestará su poder y mostrará a todas las naciones que El lo ha visto todo y de todo ha llevado cuenta.
¡Qué diferencia, hijos míos, entre estas maravillas y las que Dios obró al crear el mundo! Que las aguas rieguen y fertilicen la tierra, dijo entonces el Señor; y en el mismo instante las aguas cubrieron la tierra y la dieron fecundidad. Pero, cuando venga a destruir el mundo, mandará al mar saltar sus barreras con ímpetu espantoso, para engullir el universo entero en su furor. Creó Dios el cielo, y ordenó a las estrellas que se fijasen en el firmamento. Al mandato de su voz, el sol alumbró el día y la luna presidió a la noche. Pero, en aquel día postrero, el sol se obscurecerá, y no darán ya más lumbre la luna y las estrellas. Todos estos astros caerán con estruendo formidable.