Uno de los consejos que suelen repetir los santos es hacer toda obra de caridad y/o misericordia, como parte y fruto de nuestro amor a Dios. El amor a Dios ha de ser la fuerza impulsora que nos haga amar a todos los hombres como hermanos nuestros que son, como hijos del mismo Dios, y a mirarlos con la condescendencia y el cariño con el que Dios los mira. Si esto no lo hacemos así, nuestro amor no será siempre puro, auténtico: a uno lo amaremos porque es de nuestra familia, al otro porque nos ayuda mucho, a otro porque tiene mucho poder, fama o dinero... A otro porque nos interesa, a otro porque nos reímos mucho con él, o porque, por su carácter, sentimos especial afinidad... Pero por esas mismas razones, habrá personas a las que queramos menos: a esta porque nos hace daño, a aquella porque tiene ideas políticas distintas de las nuestras, o es aficionado de un equipo deportivo que es rival del nuestro, o porque tiene un carácter agrio y desagradable...
Sin embargo el mandamiento de nuestro Señor: "os doy un mandamiento nuevo: amaos los unos a los otros" (Juan 13:34 ), no entiende de diferencias, ni de intensidad menor o mayor, sino que se rigue por el mismo principio por el que Dios, en su infinita bondad, "hace salir el sol y caer la lluvia sobre justos e injustos" (Mateo 5:45 ). Sobre santos y pecadores.