Uno de los consejos que suelen repetir los santos es hacer toda obra de caridad y/o misericordia, como parte y fruto de nuestro amor a Dios. El amor a Dios ha de ser la fuerza impulsora que nos haga amar a todos los hombres como hermanos nuestros que son, como hijos del mismo Dios, y a mirarlos con la condescendencia y el cariño con el que Dios los mira. Si esto no lo hacemos así, nuestro amor no será siempre puro, auténtico: a uno lo amaremos porque es de nuestra familia, al otro porque nos ayuda mucho, a otro porque tiene mucho poder, fama o dinero... A otro porque nos interesa, a otro porque nos reímos mucho con él, o porque, por su carácter, sentimos especial afinidad... Pero por esas mismas razones, habrá personas a las que queramos menos: a esta porque nos hace daño, a aquella porque tiene ideas políticas distintas de las nuestras, o es aficionado de un equipo deportivo que es rival del nuestro, o porque tiene un carácter agrio y desagradable...
Sin embargo el mandamiento de nuestro Señor: "os doy un mandamiento nuevo: amaos los unos a los otros" (Juan 13:34 ), no entiende de diferencias, ni de intensidad menor o mayor, sino que se rigue por el mismo principio por el que Dios, en su infinita bondad, "hace salir el sol y caer la lluvia sobre justos e injustos" (Mateo 5:45 ). Sobre santos y pecadores.
Esta forma de amar es imposible, obviamente, para el común de los mortales, por eso "en eso se reconoce que somos discípulos suyos" (Juan 13:35). Los primeros mártires de la era cristiana tenían muy claro esto como nadie después, y padecían y morían perdonando a sus verdugos, y amándolos, como un extensión del mismo amor de Dios. Porque el cristiano, sobre la tierra, debe ser eso: reflejo de Dios, su fin y su motivación, como prueba irrefutable de que Dios habita en él.
Esto se extiende también a la caridad, y a nuestras obras de piedad. Los no creyentes, los ateos, suelen acusarnos a los cristianos de que cuando hacemos un acto de caridad no es auténtico, porque lo estamos haciendo amando a Dios y, sin embargo, cuando ellos lo hacen aman realmente al que ayudan.
Dicho de otra forma: ellos defienden que su caridad nace de sí mismos, y no de Dios o de su amor a Dios y que, por tanto, su caridad es más auténtica, ya que no depende de nada ni nadie y solo la impulsa su propio corazón.
Ahora bien, ¿qué hay de verdad en todo esto? ¿Realmente la caridad que nace sin estar fundamentada en Dios es auténtica? Puede tener visos de caridad, apariencia de caridad, pero tal como ocurre con esas campañas de caridad de casas comerciales o de partidos políticos, la mayoría de las veces -sino todas- son caridades "de cara a la galería", hechas para que las vea el mundo y todos se den cuenta de lo buenas personas y generosas que son, o para hacernos sentir bien, acallar nuestras conciencias o entretenernos en nuestra ociosidad. Por lo tanto, esa caridad no está propulsada por la caridad en sí, sino por el interés. De hecho, a veces es egoísmo disfrazado de caridad, hasta tales extremos llegan.
Por eso se entiende que esas obras hechas de ese modo en la mayoría de las ocasiones hacen distinción de personas: obras de caridad "para las familias del partido", obras de caridad "para tal ciudad", obras de caridad dejando de lado a otros, o beneficiando a unos sobre otros. A veces, incluso, obras de caridad sobre sí mismos, haciendo fiestas y actos para ayudarse mutuamente. Obras de caridad tan sucias, desacertadas y falsas como lo es el propio corazón humano.
Un corazón movido por tales intereses puede hacer, ciertamente, obras de caridad que ayuden a personas, pero no las mueve el desinterés ni el amor, más bien la recompensa y la vanidad, cuando no la soberbia. Se podría pensar que esto da lo mismo, mientras el fin sea loable. Ciertamente el hecho no desaparece, pero no serían obras de caridad, podríamos llamarlas "obras de promoción", "obras de solidaridad" o, como comúnmente se conoce ahora, "obras de responsabilidad social corporativa". En suma: no son obras de caridad porque no las impulsa el amor, sino la imagen, los beneficios... Obras de interés para obtener algo a cambio (favores, prestigio, fama, publicidad...). No son obras altruistas y, por lo tanto, acaban creando apatía, acaban siendo simples "favores pesados", y acaban diciendo -como a veces ocurre- aquello de "que cada uno se ayude a sí mismo, que a mí nadie me ayuda", o bien "que aprendan a pescar como yo aprendí". Ante tales obras de falsa caridad, que no lo son, ya desaparecido el amor se quedan huecas y vacías, y acaban desapareciendo las mismas obras.
Si partimos del hecho real de que el corazón humano es un nido de concupiscencias, nos daremos pronto cuenta que de por sí mismo poco bien "natural" puede hacer. No es un amor que abraza a todos, no es un amor desinteresado, sacrificado, que da desinteresadamente, como lo es el amor de Dios.
Examinemos fríamente nuestros actos, quitémosles la máscara de búsqueda de prestigio y vanagloria, seamos sinceros con nosotros mismos, y nos daremos cuenta que la mayoría de ellos son, como los que hacen los no cristianos, actos que excepto la palabra, de caridad tienen muy poco.
Por eso solo el acto que tiene como punto de apoyo y referencia a Dios es un acto de amor y caritativo auténtico, porque sin él "nada podemos hacer", ni siquiera obras de caridad.
Os pondré un ejemplo de todo ello. Hace tiempo conocí a una persona que hacía numerosas donaciones, y decidí felicitarla un día comentándole las grandes obras que hacía. Me respondió que, en efecto, era una gran persona y muy generosa, y enseguida noté su soberbia. Se estimaba en tan alto lugar que afirmaba que pocas personas hacían lo que ella hacía, e iba publicando sus logros por diestro y siniestro.
No digo que sus obras fueran malas, sus obras eran loables y ayudaban a mucha gente, pero todo eso, que podía usarlo no solo para obtener méritos ante Dios, sino para hacerse más humilde y practicar la generosidad y el desprendimiento, lo hacía por soberbia y vanagloria. Lo mismo que esas personas que acaban de dar limosna y corren a sus perfiles en redes sociales para darlo a conocer y que todo el mundo lo sepa. Esos "ya han recibido su paga" (Mateo 6:2).
Obras de solidaridad humanas hay muchas (gracias a Dios), pero obras de caridad que nazcan del amor auténtico, como es el amor de Dios, son muy escasas. ¿Por qué? Porque la mayoría no se inspiran, precisamente, en ese amor al Señor, no lo toman como punto de partida, de referencia, el único amor que vale, el único que es generoso y que da altruistamente, sin reparos, sin acepción de receptores. En lugar de eso muchos dan su tiempo, energías, dinero o conocimientos apoyados en su amor propio que es, como el ser humano, egoísta, vanidoso, voluble e interesado. Pero cuando se ha desprestigiado la conciencia de pecado como algo "inexistente", y a Dios se le relega a un mero espectador, a una opción "dominical", a un adorno, entonces solo queda el ser humano escondido tras su vicio. Si nos mostrásemos desnudos ante nosotros mismos, palpando y sabiendo la realidad que somos -como Cristo, que es Dios, nos conoce y lo sabe- nos daríamos cuenta de nuestra ineficiencia, de nuestra mediocridad, y de que nuestros actos de caridad si no se fundamentan en el amor de Dios como referente son, solamente, "intentos de caridad", "amagos de caridad", "ademanes de caridad". Pueden ser muy sinceras, pueden ser muy loables, pero en el fondo no serán de amor.
Muchos dicen: "he ido a misiones y he venido rejuvenecida, me han dado más de lo que dí", pero luego no son capaces de darle ni una pizca de su tiempo a su malhumorada vecina anciana, o conducen crispados y maldiciendo a todo el mundo, cuando en el país de misiones eran todo bondad y gratuidad. Falsa imagen de santidad, y aún más falsa imagen de modestia. Van a las misiones "por moda", "para dar que hablar", cuando no para poner sus fotos y que todo el mundo las vea en sus perfiles sociales. Su acto de generosidad acaba siendo el mismo pecado que el de Satanás: el de la soberbia. Solo han ido a añadir más pecados a sus ya numerosos pecados, y regresan aún peor que se fueron. Con vistas a salvar su alma, mejor les hubiera sido haberse quedado encerrados en su casa. Han ido a ayudar solo para llenarse ellos de energía, de halagos, de vanagloria por ir desde un país o un continente del primer mundo "a unos pobres niñitos que viven entre los monos", como aquellos que iban a las selvas tratando de cristianizar a los indios analfabetos y acababan matándolos, o a los que acudían a Tierra Santa para liberar santos lugares, y acababan regresando cubiertos de oro y piedras preciosas para el tesoro de su castillo, o para medrar en su carrera como soldado. Iban en nombre de Dios, pero con la vista muy bien puesta en esta tierra: para obtener más posesiones y ganarse más favores. Lo más penoso es que creían ganarse el cielo viviendo como demonios entre las bestias.
Una cocinera puede dar de comer en un comedor a cientos de niños simplemente porque le gustan los niños, incluso puede dar de comer con el mismo amor aunque no le paguen, y aunque no se lo agradezcan los niños y la mayoría de ellos sean unos maleducados y desalmados gamberros. Lo puede hacer simplemente, y con toda la alegría, por su amor a los niños. A la vista de todas las personas a su alrededor ese sería un gran acto de caridad, pero ¿podría dar con la misma alegría y generosidad la misma comida a un tropel de vagabundos? ¿A un ejército de harapientos leprosos? ¿A un centenar de ancianos decrépitos y seniles? Si la respuesta es no, su generosidad era su propio yo, era una falsa generosidad escondida en el amor hacia sí misma, en su propio placer, en lo que le agradaba a ella.
Porque lo hacía por el placer que tenía en su propia inclinación hacia los niños. Es decir: por su propio gusto. Esa obra de caridad, con serlo -al menos en parte, porque ayuda a unos pequeños chavales-, solo buscaba su propio placer, la propia satisfacción.
Analicemos nuestras obras para ver si en ellas no nos estamos equivocando y, en lugar de hacerlas con el corazón de Dios, lo hacemos por nuestro propio beneficio. No sea que al final descubramos, para nuestra desgracia y nuestra vergüenza, que nuestro amor solo era un terco y vano egoísmo para sentirnos bien con nosotros mismos. Las obras de caridad no son eso, las obras de caridad no tienen en cuenta ni el sacrificio que conllevan, ni el destinatario: se abren a todos por igual, sin excepción, y se busca beneficiar a los demás, no a nosotros mismos.
Por desgracia, muy pocas de estas obras hay, incluso entre las propias instituciones que se autodenominan "solidarias", incluso dentro de nuestra propia Iglesia. Incluso entre los propios cristianos.
| Redacción: OratorioCarmelitano.com / OratorioCarmelitano.blogspot.com
1ra. a los Corintios
ResponderEliminarCapítulo 13 (La preeminencia del Amor)
1 Si yo hablase lenguas humanas y angélicas, y no tengo amor, vengo a ser como metal que resuena, o címbalo que retiñe.
2 Y si tuviese profecía, y entendiese todos los misterios y toda ciencia, y si tuviese toda la fe, de tal manera que trasladase los montes, y no tengo amor, nada soy.
3 Y si repartiese todos mis bienes para dar de comer a los pobres, y si entregase mi cuerpo para ser quemado, y no tengo amor, de nada me sirve.
4 El amor es sufrido, es benigno; el amor no tiene envidia, el amor no es jactancioso, no se envanece;
5 no hace nada indebido, no busca lo suyo, no se irrita, no guarda rencor;
6 no se goza de la injusticia, mas se goza de la verdad.
7 Todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta.
8 El amor nunca deja de ser; pero las profecías se acabarán, y cesarán las lenguas, y la ciencia acabará.
9 Porque en parte conocemos, y en parte profetizamos;
10 mas cuando venga lo perfecto, entonces lo que es en parte se acabará.
11 Cuando yo era niño, hablaba como niño, pensaba como niño, juzgaba como niño; mas cuando ya fui hombre, dejé lo que era de niño.
12 Ahora vemos por espejo, oscuramente; mas entonces veremos cara a cara. Ahora conozco en parte; pero entonces conoceré como fui conocido.
13 Y ahora permanecen la fe, la esperanza y el amor, estos tres; pero el mayor de ellos es el amor.
El Amor: https://www.youtube.com/watch?v=VlkA14V6VwU