"Yo siempre tengo hambre". Esa palabra se me quedó grabada desde que la escuché ayer, y no la he podido quitar de mi cabeza. Me la decía un chico que está con una minúscula ayuda social, que tiene que compartir con sus hermanos y con la que apenas vive (más bien sobrevive) con cien euros al mes. Con ese dinero tiene que arreglárselas para comer en un sitio donde no cocina y por lo que, encima, ha de comer todo lo que adquiera frío.
Le pedí que me dejara comprarle una bandeja de lonchas de queso en un Mercadona, pero me insistió en que no, sabiendo que mi situación tampoco es demasiado mejor que la suya.