Así como un árbol silvestre no da fruto, o si lo da es ácido e indigesto; pero que injertándole una púa de superior calidad los da tan excelentes y suaves como los del árbol de que fue tomado el injerto, así el cristiano, que en el Bautismo recibió el divino injerto, Cristo, ya no debe vivir del viejo Adán, sino del nuevo que es Cristo, y decir con el Apóstol: "Vivo yo, mas no yo, sino que vive Cristo en mí" (Gál. 2, 20).
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(Vida buena y mala.).
Dios nuestro Señor ha creado nuestra alma a imagen y semejanza suya; la ha creado para que le conozca, ame y sirva aquí en la tierra y después sea feliz por toda la eternidad en el cielo. Dios ha creado el alma y la ha unido a un cuerpo, y cuerpo y alma forman un ser completo que se llama hombre. Dios, creador del cielo y de la tierra, y de cuantas cosas hay en aquellos, es dueño de todas ellas por haberlas creado y conservado; en todas existe por esencia, por presencia y por potencia; en ellas tiene sus delicias, en las personas que se ejercitan en la vida contemplativa y activa.
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(Templo y palacio).
No le hacen falta a las almas que están unidas al Señor largos razonamientos para excitarse a la paciencia, a la humildad, a la caridad, al olvido de sí. Todo el programa del alma está condensado y concentrado en una idea principal, que es, al propio tiempo, un ideal magnífico: "Renúnciate a ti para dejar a Cristo vivir enteramente en ti. A cada hora, en cada acción, dite a ti misma: 'no quiero yo vivir esto, sino que Cristo lo viva en mí'" (Gal. 2,20). Esta sola idea abarca la práctica de todas las virtudes, práctica tanto más perfecta cuanto que añade, a cada acto de virtud, un acto de amor.
La sola conciencia de la presencia de su Amado en ella, su solo recuerdo le basta.
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(de Identificación con Jesucristo).
Regocijarse con Jesucristo de la felicidad infinita de Dios o de la Santísima Virgen; consolarse en los sufrimientos y aún en las imperfecciones y faltas con el pensamiento de que valemos tan poco; decir: "Dios es feliz..., Dios es Dios, esto basta para mi felicidad". Buscar complacencias, no ya en sí o en las alabanzas de los hombres, sino en la gloria infinita que cada Persona de la Santísima Trinidad da a las otras; alegrarse con Jesucristo intensa y largamente de la belleza de nuestro Padre Celestial, de su amabilidad, de su poder, de su sabiduría..., etc., gozarse verdaderamente de cada una de las divinas perfecciones, amándolas como si fuesen nuestras.
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(de Identificación con Jesucristo).
Su oración consiste ahora principalmente en contemplar amorosamente las perfecciones divinas y en deleitarse en ellas. Su amor no solamente le hace amar a Dios, sino que le hace amarlo como a su propio bien. Goza deleitosamente de Dios. Y ésta es la razón de por qué su felicidad consiste menos en servir y agradar a Dios -felicidad en cierto sentido demasiado subjetiva-, que en gozarse de la felicidad misma de Dios. Todo, en la vida y en la naturaleza, le alegra, porque todo le habla de la grandeza, belleza, sabiduría y felicidad divinas. Su humildad está toda hecha también de amor unitivo. Se desprecia con alegría y se tiene en nada porque Dios le es todo.
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(de Identificación con Jesucristo).
Más temo yo mi propia acción y la de mis amigos que la de mis enemigos. No hay prudencia mayor que ésa de "no resistir al malvado" (Mt 5,39), y la de no hacerle más oposición que el simple abandono. Esto es ir adelante viento en popa, guardando el corazón siempre en paz.
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(de El abandono en la divina Providencia).
El Nombre que llena todos los tiempos y que atraviesa todos los siglos, ¡el Nombre que hace santificantes todas las cosas! Pero, ¿cómo es esto? ¿Será posible que eso que llamamos "voluntad de Dios" pueda hacerme algún mal? ¡De ningún modo! Más bien: a ningún sitio puedo ir yo para encontrar nada mejor, si soy capaz de captar la acción divina sobre mí, recibiendo el efecto de esa divina voluntad.
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(de El abandono en la divina Providencia).
La voluntad de Dios es lo único necesario (Lc. 10,42). Y todo lo que ella no da es completamente inútil. No, no, queridas almas, no os falta nada. Todo eso que llamáis reveses, contratiempos, inoportunidades, sinrazones y contrariedades, si supiérais de verdad lo que son, quedaríais completamente avergonzados.
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(de El abandono en la divina Providencia).
"Ofreced sacrificios legísimos, y confiad en el Señor" (Sal. 4,6). En efecto, el grande y sólido fundamento de la vida espiritual es darse a Dios, y estar siempre sujeto a su voluntad en lo interior y en lo exterior, olvidándose de sí mismo, como de una cosa vendida y entregada, sobre la cual no se tiene ya derecho alguno.
Todo, pues, ha de ser para agradar a Dios, de modo que Él sea toda nuestra alegría, y que su felicidad y su gloria, su ser, venga a ser nuestro único bien. Solo poseer a Dios, no poseernos a nosotros mismos.
Apoyada sobre este fundamento, el alma ha de centrar toda su vida en alegrarse de que Dios sea Dios, dejando su propio ser de tal modo entregado a su voluntad que esté igualmente contenta con hacer esto, aquello o lo contrario, según disponga el beneplácito divino, sin andar cavilando sobre lo que su voluntad santísima ordena.
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