Semana en el Oratorio

Desprecio de los bienes mundanos

11.2.19

La adoración reparadora


El Verbo encarnado, Jesucristo Nuestro Señor, es el solo adorador verdadero.

Sólo Él ha comprendido todos los derechos de Dios, todos los deberes de la criatura; sólo Él ha reconocido dignamente los primeros, y llenado los segundos por la adoración en espíritu y en verdad, tal como el Padre la quiere (Juan, IV, 23); tal como la adorabilísima Santísima Trinidad la merece.




Jesús, no solamente ha amado hasta la locura de la Cruz, sino hasta la Adoración Perpetua.

Víctima permanente sobre nuestros altares, se ha inmolado sin cesar para reconocer por esta mística destrucción el soberano dominio de Dios su Padre, y rendirle en nombre suyo y de toda criatura el supremo culto de adoración que se debe a la infinita Majestad de Dios.

¡Yo os adoraré en vuestro santo Templo! (Salm. V. S.). En su Corazón es donde reside la Divinidad, que Jesucristo durante su vida mortal, adoró perpetuamente... Se retiraba a este Santuario inefable, y allí la adoraba, como hoy la adora en nuestros tabernáculos y en los Cielos.

¡La adoración! Es la sola gloria que la Santísima Trinidad no puede darse a sí misma. Se comprenderá, pues, por qué con tanto ardor el Verbo increado se anonadó en el seno de una Virgen para poder, revistiéndose de nuestra humana naturaleza, dar a Dios su Padre este culto soberano de adoración, que a nadie se debe sino a Él solo.

Sobre el altar virginal del Corazón de María, Jesucristo comenzó su carrera mortal, que debía acabar por la adoración en espíritu y en verdad.

Pero la cumbre más alta de la vida adoradora, llamémosla así, del Redentor, es la Eucaristía, sima del amor puro, porque es la cima del sacrificio. En efecto, para llegar a este perpetua adoración bajo los velos de la Hostia, Jesucristo ha sacrificado todo, hasta su santa humanidad, que está encubierta y oculta bajo las humildes apariencias de un poco de pan.

¿Existe una abdicación más completa de la vida propia, de la libertad, de los sentidos, del yo humano, que este estado de purísimo e inmolado amor que coloca al Verbo Hostia postrado delante de su Padre, en una continua y silenciosa adoración?

Estado sublime, que proclama la Majestad de Dios y su soberano dominio en el más alto grado, y que rinde un homenaje infinito a sus infinitas perfecciones.

Adorar como Jesucristo es anonadarse delante de la augusta Majestad de Dios; es prosternarse con el cuerpo; es humillarse con el espíritu y el corazón delante de aquella belleza soberana; es, sobre todo, inclinar su voluntad abismada en el respeto, la sumisión, el afecto, el sacrificio y el amor.

En este estado de prosternación interior y exterior, el alma ya ora, ya suplica, ya pide perdón, y se ofrece a Dios en holocausto. Ya, como los ángeles que se cubren el rostro diciendo: "Amén" (Apoc., VII, 12). Así es... ¡Él es grande! ¡Es Santo! ¡Es Bueno! ¡Es Amor!... Amén. Ya, en fin, como los Ángeles y el Salmista, después de esta adoración silenciosa, el alma prorrumpe en cánticos de admiración, en exclamaciones de sacrificio, de acción de gracias.

En este acto de adoración están comprendidas la humildad, la caridad, todas las virtudes. Es el "sacrificio de justitia" (Salm., IV, 6), y el más perfecto homenaje dado a Dios por su criatura.

¡Adorar! Es también el mayor honor concedido al hombre en la tierra. Este será su eterno destino en los Cielos.

¡Adorar, finalmente, es la cima de la Religión! Hubo en el Calvario una hora de gran silencio, para que nada turbara la majestad de la suprema adoración, por la cual el Cristo, agonizando, consumaba su sacrificio.

Y la santa Iglesia, imitando a su divino Esposo, en el momento más solemne del más solemne de nuestros misterios, en la elevación de la santa Víctima, invita a todos sus hijos a humillarse con ella en una profunda y silenciosa adoración.

A esta sublime cima parece que se sube en esa hora: la Iglesia, en el mundo, las almas.

¡Oh, que estas adoraciones perpetuas y solemnes vayan siempre multiplicándose y perfeccionándose, sobre todo, y la santa Iglesia, como su divino Esposo, termine su carrera acá en el mundo prosternada en la Adoración!

Pero los adoradores más perfectos serán los que adoren a Dios en unión con el Corazón de Jesús, y en este divino santuario es donde el Eterno recibe las adoraciones verdaderamente dignas de Él.

A esta adoración es a la que convida Jesucristo a sus fieles. Los llama no solamente a venir a adorarle en nuestros templos, sino que los hace penetrar hasta el Sancta Sanctórum; a lo más íntimo de su Corazón, a fin de que, uniendo sus adoraciones a las suyas, rindan por Él, con Él y en Él, a la Santísima Trinidad, la gran gloria que espera de sus humildes criaturas.

La Adoración reparadora quiere compensar con fervientes homenajes el olvido, la deserción de tantos cristianos que se alejan del Rey de los corazones, de su Trono de misericordia y amor.

Después, penetrando hasta el Corazón de Jesús por su ancha herida, adoran en este santo Templo a la Trinidad adorable, y Dios es soberanamente glorificado.

Adorar, ¡qué oficio! Amar hasta la adoración, ¡qué grandeza! Al pie de este trono de amor, de la santa Eucaristía, contemplamos, amamos y consolamos a nuestro soberano Señor y tierno Padre. Ahí le ofrecemos enmienda y Reparación, por el odio con que le persiguen los impíos, por los ultrajes con que le injurian, por los crímenes con que inunda la tierra tanta diversidad de pecados... Imploramos misericordia para todos, perdón para todos.

El Corazón de Jesús nos colma de beneficios. Puede ser que no siempre nos conceda los consuelos que con tanta avidez ansía el alma; puede ser que nos asocie a las agonías de su amarga Pasión, pero entonces de un modo especial nos fortalecerá, nos bendecirá, viniendo Él mismo a ayudarnos, y quizá no a sufrir menos, sino a sufrir con un amor valeroso y perseverante.

Hallándonos cerca y como en contacto con nuestro Salvador, comprendemos entonces la suavidad de esta palabra de la divina Escritura: "Gustad y ved cuán suave es el Señor" (Salm., XXXIII, 9).

"Rex meus..., y Deus meus" (Rey mío, y Dios mío) (Salm., LXXXIII, 4), ¡Oh, mi Rey! ¡Ah, Dios mío! Serviros es reinar.

Este real servicio de adoración conviene muy especialmente a todo el cristiano, y se puede creer que las mayores bendiciones del Corazón de Jesús corresponderán infectiblemente, y recompensarán, el sacrificio de sus humildes adoradores.

| Preparación: OratorioCarmelitano.com / OratorioCarmelitano.blogspot.com