¡Cuán poca verdadera Santidad que a Mí me satisfaga hay en el mundo! La hermosísima virtud de la Santidad o el foco de todas las virtudes, las cuales lleva en su seno, es la hija predilecta de Dios, y una participación del mismo Dios.
La Santidad forma el descanso de Dios; ella atrae las miradas del Eterno Padre, ella es el nido del Espíritu Santo.
Dios es la Santidad por esencia. La Santidad participada puede estar en un alma en grado altísimo y sobrenatural que sólo Dios puede medir. Ella encierra en sí y en más o menos escala a todas las virtudes.
La Santidad se alcanza, se desarrolla y crece con el propio Vencimiento a toda mala inclinación, con el Vencimiento a toda comodidad y propio querer, y con la total entrega de la criatura a la Voluntad Divina, a la cual muere para resucitar divinizada.
El cuño de la Santidad es la humildad perfecta; su sello, la Obediencia ciega, y su crisol la Santa Pureza.
Sus enemigos son todos los vicios, pero especialmente el mundo, el demonio y la carne, la soberbia y la hipocresía.
El alma que llega de veras a poseer la Santidad, es mía, y el alma que en verdad es mía, me imita y sufre, y se sacrifica, y vive en la Cruz crucificada por mi amor.
El Dolor es la vida del alma santa.
Hay muchos grados de Santidad, y no pido de todas las almas la misma Santidad.
v. Concepción Cabrera de Armida | Preparación: OratorioCarmelitano.com / OratorioCarmelitano.blogspot.com