Semana en el Oratorio

Desprecio de los bienes mundanos

21.8.18

El combate espiritual. Tratado segundo: De la prudencia con que se debe amar al prójimo


-De la prudencia con que se debe amar al prójimo para que no se pierda o turbe esta paz.-

La misma experiencia te mostrará que el camino de la caridad y del amor de Dios y del prójimo es muy dilatado y claro para conseguir el fin de la vida eterna. Jesucristo dijo (Luc. XII, 49) que había venido a poner fuego en la tierra, y que quería que se encendiese y ardiese; y aunque el amor de Dios no admite límite (Deut. c. VI, 5. – Luc. X, 27. – D. Bernard. de diligendo Deo, cap. 1 ), el amor del prójimo debe tener límite y medida. No puede haber exceso en amar a Dios, pero puede haberlo en amar al prójimo; porque si en este amor no guardas la debida moderación, podrás perderte, y por edificar a otros, venir a destruirte a ti mismo.

Debes, pues, hijo mio, amar a tu prójimo; pero de suerte que tu alma no reciba algún daño.




Aunque te hallas siempre obligado a dar buen ejemplo, no obstante nada ejecutes por solo este motivo, ni por servir de modelo a los demás, porque de este modo no sacarás sino gran pérdida.

Lo segundo es hacer todas las cosas con santa simplicidad, y sin otra intención que de agradar a Dios. Humíllate en todas tus obras, y conocerás que lo que a ti te aprovecha tan poco, no puede aprovechar mucho a los otros.

Considera que no debes retener tanto fervor y celo de las almas, que pierdas la paz y quietud interior. Ten sed ardiente y deseo de que todos conozcan la verdad, como tú la comprendes y entiendes, y que se embriaguen de aquel vino suavísimo que a cada uno promete Dios, y da libremente sin algún precio. (Isai. LV, 1. – Cant. II, 4 ; v, 1).

Esta sed ardiente de la salud del prójimo te ha de acompañar siempre; pero ha de proceder del amor que tienes a Dios, y no de tu celo indiscreto.

Dios es el que ha de plantar en la soledad de tu alma, y cogerá el fruto cuando quisiere. Tú nada debes sembrar por ti solo, sino solamente ofrecer a Dios pura y limpia la tierra de tu alma; porque entonces su divina Majestad arrojará su semilla según su beneplácito, y de esta suerte dará abundantísimo fruto. Acuérdate siempre que Dios quiere tu alma sola, y enteramente desasida y libre para unirla a sí. Deja que la elija solamente, no le impidas con tu libre arbitrio.

Procura mantenerte en un ocio santo, sin algún pensamiento de ti mismo, sino solamente de agradar a Dios, esperando que te lleve a obrar; porque ya el padre de familias ha salido a buscar operarios. (Matth. XX). Abandona todos los cuidados y pensamientos, desnúdate de toda solicitud de ti mismo, y de cualquiera afecto o deseo de cosas terrenas, para que Dios te vista de sí mismo, y te dé lo que jamás pudiste imaginar.

Olvídate, cuanto te sea posible, de ti mismo, y solamente viva en tu alma el amor de Dios. De todo cuanto se ha dicho procura tener siempre en tu memoria este importante aviso: que con toda diligencia, o por mejor decir, sin alguna diligencia que te inquiete, has de pacificar tu celo y fervor con mucha templanza, para que conserves a Dios en ti con toda paz y tranquilidad, y no pierda tu alma del propio caudal que le es necesario para ponerlo indiscretamente a ganancia para otros.

Este callar en el modo que se ha dicho, es clamar altamente a los oídos de Dios. Esta ociosidad es la que negocia todas las cosas, y así con sola ella debes traficar y negociar para hacerte rico con Dios; porque todo esto no es otra cosa que resignarse enteramente el alma en Dios, desocupada de todas las cosas criadas, y harás esto siempre sin que a ti te atribuyas cosa alguna en lo que obras, porque Dios lo hace todo, y de ti no desea otra cosa sino que en su presencia te humilles, y le ofrezcas una alma desembarazada, libre y desasida de las cosas terrenas, con un deseo interior de que en ti se cumpla perfectísimamente en todo y por todo su santísima voluntad.

Lorenzo Scúpoli C. R. | Preparación: OratorioCarmelitano.com / OratorioCarmelitano.blogspot.com