Semana en el Oratorio

Desprecio de los bienes mundanos

29.6.18

El combate espiritual: razones de la sequedad de espíritu


- De la devoción sensible y del espíritu de sequedad. -

La devoción sensible procede o de la naturaleza, o del demonio, o de la gracia. De los efectos que obrare o produjere en ti, podrás, hija mía, conocer fácilmente su origen; porque si no produce la enmienda y reformación de tu vida, puedes justamente temer que proceda del demonio o de la naturaleza, principalmente si te inclinas y te aficionas con exceso al gusto y dulzura que te causa, y vienes a concebir mejor opinión de ti misma.

Siempre, pues, que sintieres lleno tu corazón de consolaciones y gustos espirituales, no pierdas el tiempo en examinar la causa de donde proceden: procura solamente tener tu nada delante de los ojos; conservando un gran aborrecimiento de ti misma, y desnudándote de toda inclinación o afecto particular a cualquier objeto creado, aunque sea espiritual; no busques sino solamente a Dios, ni desees más que agradarle; porque de este modo, aunque la dulzura o gusto que sientes proceda de un mal principio, mudará de naturaleza y empezará a ser un efecto de la gracia.





La sequedad del espíritu puede igualmente proceder de las mismas tres causas:

- 1. Del demonio, que suele servirse de este medio para enfriarnos en el servicio de Dios, divertirnos del camino de la virtud, y aficionamos a los vanos placeres del mundo.

- 2. De la naturaleza corrompida, que nos precipita en muchas imperfecciones y faltas, nos hace tibios y negligentes, y nos inclina poderosamente al amor de los bienes de la tierra.

- 3. De la gracia, por diversos fines: o para avisarnos que seamos más diligentes en apartar de nosotros cualquier afecto, propensión y ocupación que nos desvíe de Dios, y que no lo tenga por fin; o para que conozcamos con experiencia que todo nuestro bien procede (Jacob. IV) de su infinita Bondad; o para que en adelante hagamos más estimación de sus dones, y seamos más humildes y cautos en conservarlos; o para que procuremos unirnos más estrechamente con su divina Majestad, con una total abnegación de nosotros mismos, y de los gustos y dulzuras espirituales, a que, aficionada nuestra voluntad, divide el corazón que el Señor quiere todo para sí (Prov. XXIII); o finalmente, porque su divina Majestad se complace, para bien y utilidad nuestra, en que combatamos con todas las fuerzas, valiéndonos del auxilio de su gracia.

Siempre, pues, hija mía, que sintieres alguna sequedad de tu espíritu, entra dentro de ti misma, registra con los ojos de la consideración toda tu conciencia, y mira qué defecto hay en ella que te haya privado de la devoción sensible, y procura corregirlo y enmendarlo luego, no por recobrar el gusto sensible de la gracia, sino por desterrar de tu corazón todo lo que ofende y desagrada a Dios.

Pero si después de un exacto y diligente examen de tu conciencia, no hallares en ti defecto alguno, no pienses más en la devoción sensible; procura solamente adquirir la verdadera devoción, la cual consiste en resignarse enteramente a la voluntad de Dios. No dejes jamás tus ejercicios espirituales, antes bien continúalos con constancia, por infructuosos que te parezcan, bebiendo con gusto el cáliz de amargura que te ofrece tu Padre celestial.

Y si sobre la sequedad interior que padeces, y te hace como insensible a las cosas de Dios, sientes también tu espíritu embarazado y lleno de tan oscuras tinieblas, que no sepas cómo determinarte, ni qué partido o consejo abrazar en esta confusión, no por eso, hija mía, te desalientes, antes bien procura estar siempre unida con la cruz que el Señor te envía, despreciando todos los alivios humanos, y todos los vanos consuelos que pueden darte el mundo y las criaturas.

No descubras tu pena sino solamente a tu padre espiritual, a quien deberás manifestarla, no para hallar alivio o consuelo, sino instrucción y luz para saberla sufrir con una entera y perfecta resignación en la divina voluntad.

No frecuentes las comuniones, ni apliques las oraciones y otros ejercicios espirituales, a fin de que el Señor te libre de la cruz, sino sólo a fin de que te dé fuerza y vigor para estar y permanecer en ella a su ejemplo y a su mayor honra y gloria y hasta la muerte.

Si la oscuridad y turbación de tu espíritu no te permitieren orar y meditar como solías, ora y medita siempre en la mejor forma y modo que pudieres; y si no pudieres orar con el entendimiento, suple este defecto con los afectos de la voluntad y con las palabras; hablando contigo misma y con tu Señor, sentirás en ti maravillosos efectos de esta santa práctica, y tu corazón cobrará gran vigor y aliento, para no desmayar en las tribulaciones.

Dirás, pues, en estos casos, hablando contigo misma: "Quare tristis es, anima mea, et quare con turbas me? (Psalm. XLII, 5). ¡Oh alma mía!, ¿por qué estás tan triste, y por qué me causas tanta inquietud y pena? Spera in Deo; quoniam adhuc confitebor illi salutare vultus mei, et Deus meus. Espera en Dios: porque yo confesaré aún sus alabanzas, pues es mi Salvador y mi Dios. Ut quid Domine recessisti longe des picis in opportunitatibus, in tribulatione? (Psalm. IX, 22). Non me derelinquas usquequaque (Psalm. CXVIII). ¿De dónde nace, Señor, que Vos os hayáis alejado de mi? ¿Por qué me menospreciáis, cuando necesito más de vuestra asistencia? No me desamparéis del todo".

Y acordándote de los sentimientos que Dios inspiró a Sara, mujer de Tobías en el tiempo de las tribulaciones, dirás como ella con viva y alentada voz: "Dios mío todos los que os sirven, saben que si son probados en esta vida con aflicciones, serán coronados: que si gimen con el peso de sus penas, serán algún día libres y exentos de toda tribulación; si Vos los castigáis con justicia, podrán recurrir a vuestra misericordia; porque Vos no gustáis de vernos perecer. Vos hacéis que suceda la calma a la tempestad, y la alegría al llanto. ¡Oh Dios de Israel! Sea vuestro nombre bendito y alabado en todos los siglos (Tob. XIII, 3)".

Represéntate también a tu divino Salvador, que en el huerto y en el Calvario se vio desamparado de su eterno Padre en la parte inferior y sensitiva; y llevando la cruz con Él, dirás de todo corazón (Matth. XXVI, 42): "Fiat voluntas tua; Hágase vuestra voluntad, y no la mía". De este modo, hija mía, juntando el ejercicio de la paciencia con el de la oración, adquirirás infaliblemente la verdadera devoción, por el sacrificio voluntario que harás de ti misma a Dios; porque como ya he dicho, la verdadera devoción consiste únicamente en una voluntad pronta y determinada de seguir a Jesucristo con la cruz, por dondequiera que nos llamare; en amar a Dios porque merece ser amado; y en dejar, si fuere necesario, a Dios por Dios. Si muchas personas que se dan a la vida espiritual y devota, especialmente las mujeres, midiesen por esta devoción, y no por la sensible su aprovechamiento, no serían engañadas de sí mismas, ni del demonio; ni murmurarían, como suelen, contra Dios, quejándose con detestable ingratitud de la gracia y singular favor que les hace de probar su paciencia; antes se aplicarían a servirlo con mayor fervor y fidelidad, sabiendo que con su providencia misericordiosa ordena o permite todas las cosas para su gloria y para nuestro bien.

Es también muy peligrosa la ilusión que padecen algunas mujeres, las cuales, aunque aborrecen verdaderamente el pecado, y ponen todo el cuidado posible de evitar las ocasiones peligrosas; no obstante, si el espíritu inmundo las molesta con pensamientos deshonestos y abominables, y con visiones torpes y horribles, se afligen, se turban y pierden el ánimo, porque creen que Dios las ha desamparado enteramente, no pudiendo persuadirse que el Espíritu Santo quiera habitar en un alma llena de pensamientos tan impuros; y así, preocupadas de esas falsas ideas, se abandonan de tal suerte a la tristeza y a la desesperación, que casi vencidas de la tentación, piensan dejar sus ejercicios espirituales, y volverse a Egipto (Núm. XIV, 4,).

Este error nace comúnmente de no comprender semejantes almas el favor insigne que Dios les hace en permitir que sean tentadas, pues las reduce por este medio al conocimiento de sí mismas, y las obliga y fuerza a recurrir, como necesitadas de socorro, a su Bondad infinita. También en este proceder descubren claramente su enorme ingratitud; pues se lamentan y duelen de lo mismo que debería dejarlas reconocidas y obligadas a su divina Misericordia.

Lo que en semejantes casos debemos hacer, hija mía, es considerar bien las inclinaciones perversas de nuestra naturaleza corrompida; porque Dios, que conoce lo que nos es más útil y saludable, quiere que comprendamos bien nuestra facilidad y detestable propensión al pecado; y que sin su asistencia y socorro, nos precipitaríamos en la más funesta y formidable de todas las desgracias. Después debemos obligarnos a la confianza en su divina Misericordia, persuadiéndonos firmemente que, pues nos hace ver el peligro, desea y pretende atraernos y unirnos más estrechamente a sí con la oración; de lo cual le tenemos que dar las más rendidas y humildes gracias.

Pero volviendo a los pensamientos torpes y deshonestos, has de advertir, hija mía, y tener por regla segura, que se disipan mejor con un humilde sufrimiento de la pena y mortificación que nos causan, y con la aplicación de nuestro espíritu a algún otro objeto, que con una resistencia inquieta y forzada.

Lorenzo Scúpoli C. R. | Preparación: OratorioCarmelitano.com / OratorioCarmelitano.blogspot.com

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