Desprecio de los bienes mundanos

25.6.18

El combate espiritual: preparación para recibir al Señor


- Como debemos prepararnos para la comunión, a fin de excitar en nosotros el amor de Dios. -

Si quieres, hija mía, que el sacramento de la Eucaristía produzca en ti sentimientos y afectos de amor de Dios, acuérdate del íntimo amor que Él te ha tenido; y desde la tarde que precederá a tu comunión, considera atentamente que este Señor, cuya majestad y poder no tienen límites ni medida, no contentándose con haberte creado a su imagen y semejanza, y haber enviado al mundo a su unigénito Hijo para que expiase tus culpas con los trabajos continuos de treinta y tres años, y con una muerte no menos acerba que ignominiosa en una cruz, te lo ha dejado en este divino Sacramento para que sea tu sustento y refugio en todas tus necesidades.

Considera bien, hija, cuán grande, cuán singular, y cuán perfecto es este amor en todas sus circunstancias:

- 1. Si miras y atiendes a su duración, hallarás que es eterno, y que no ha tenido principio; por que así como Dios es eterno en su divinidad, así lo es en el amor con que decretó en su mente divina darnos a su único Hijo de un modo tan admirable.




Con esta consideración, llena de un júbilo interior, le dirás: "¿Es posible que en aquel abismo de eternidad fuera mi pequeñez tan estimada y tan amada de Dios, que se dignase pensar en mí antes de todos los siglos, y desease con tan inefable caridad darme por alimento la carne y la sangre de su único Hijo?".

- 2. No hay amor en las criaturas, por vehemente que sea, que no tenga su término; solamente el amor con que Dios nos ama no tiene límites ni medida. Queriendo, pues, aquel sumo Bien satisfacer plenamente este amor, nos envió desde el cielo a su mismo Unigénito, en todo igual a Él, y de una misma sustancia y naturaleza, y así tan grande es el amor como el don, y el don como el amor, siendo el uno y el otro infinito, y sobre toda inteligencia creada.

- 3. Si Dios nos ama con tanto exceso, no es por fuerza o por necesidad, sino solamente por su intrínseca Bondad, que naturalmente lo inclina a colmarnos con sus beneficios.

- 4. Si atiendes al motivo de tan grande amor, no hallarás otro que su infinita liberalidad, porque de nuestra parte no precedió ni pudo preceder mérito alguno que moviese a este inmenso Señor a ejecutar con nuestra vileza tan grande exceso de amor.

- 5. Si vuelves el pensamiento a la pureza de este amor, verás claramente que no tiene como los amores del mundo ninguna mezcla de interés: Dios, hija mía, no necesita de nosotros ni de nuestros bienes (Ps. XV, 24), porque tiene dentro de sí mismo, sin dependencia de nadie, el principio de su felicidad y de su gloria. Si derrama sobre nosotros sus bendiciones, lo hace únicamente por nuestra utilidad y no por la suya.

Ponderando en lo íntimo de tu corazón estas cosas, dirás interiormente: "¿Quién hubiera creído, Señor, que un Dios infinitamente grande cómo Vos hubiese puesto su amor en una criatura tan vil y tan despreciable como yo? ¿Qué pretendéis Vos, oh Rey de la gloria? ¿Qué podéis esperar de mí, que no soy sino polvo y ceniza? Pero ya descubro bien, oh Dios mío, a la luz de vuestra encendida caridad, que sólo un motivo tenéis que más claramente me manifiesta la pureza de vuestro amor".

"Vos no pretendéis otra cosa en daros y comunicaros enteramente a mí en este Sacramento, sino transformarme en Vos, a fin de que yo viva en Vos, y Vos viváis en mí, y de que con esta unión íntima, viniendo yo a ser una misma cosa con Vos, se trueque un corazón todo terreno, como el mío, en un corazón todo espiritual como el vuestro".

Después de esto entrarás en sentimientos y afectos de admiración y de alegría, por ver las señales y pruebas que el Hijo de Dios te da de su estimación y de su amor, persuadiéndote que no busca ni pretende otra cosa que ganar tu corazón, y unirte consigo; y desasiéndote de las criaturas y de ti misma que eres del número de las más viles criaturas, te ofrecerás enteramente a su Majestad en holocausto, a fin de que tu memoria, tu entendimiento, tu voluntad y tus sentidos no obren con otro movimiento que con el de su amor, ni con otro fin que el de agradarle.

Considerando después que, sin su gracia, nada es capaz de producir en nosotros las disposiciones necesarias para recibirlo dignamente en la Eucaristía, le abrirás tu corazón, y procurarás atraerlo con jaculatorias breves, pero vivas y ardientes; como son las que siguen:

- "¡Oh manjar celestial! ¡Cuándo llegará la hora en que yo me sacrifique toda a Vos, no con otro fuego que con el de vuestro amor! ".

- "¡Cuándo, oh amor increado, oh pan vivo, cuándo llegará el tiempo en que yo viva únicamente en Vos, por Vos y para Vos!".

- "¡Oh maná del cielo, vida dichosa, vida eterna, cuándo vendrá el día venturoso en que, aborreciendo todos los manjares de la tierra, yo no me alimente sino de Vos!. ¡Oh sumo Bien mío, única alegría mía, cuándo llegará este dichoso tiempo!".

- "¡Desasid, Dios mío, desde ahora, desasid este corazón de las criaturas; libradlo de la servidumbre de sus pasiones y de sus vicios, adornadlo de vuestras virtudes; extinguid en él cualquier otro deseo que el de amaros, serviros y agradaros. De este modo yo os abriré todo el corazón, os convidaré y aun usaré, si fuere necesario, de una dulce violencia para atraeros. Vos vendréis, en fin, entraréis y os comunicaréis a mí, oh único tesoro mío, y obraréis en mi alma los admirables efectos que deseáis".

En estos tiernos y afectuosos sentimientos, podrás, hija mía, ejercitarte por la tarde y por la mañana, a fin de prepararte para la Comunión.

Cuando ésta se acerca, considera bien a quién vas a recibir; y advierte, que es el Hijo de Dios, de Majestad tan incomprensible, que en su presencia tiemblan los cielos (Job. XXVI, II) y todas las potestades; el Santo de los Santos, el espejo sin mancha (Sab. VII, 26), la pureza increada, en cuya comparación son inmundas todas las criaturas (Job. XV, 15. – XXV), aquel Dios humillado, que por salvar a los hombres quiso hacerse semejante a un gusano de la tierra (Ps. XXI, 7), ser despreciado, escarnecido, pisado, escupido y crucificado por la ingratitud y detestable malicia de los hombres.

Piensa que es el inmenso y omnipotente Señor, árbitro de la vida y de la muerte (Eccli. XI, 14), y de todo el universo; y por otra parte que tú de tu propio caudal y fondo no eres sino la pura nada, que por tus pecados te has hecho inferior a las más viles criaturas irracionales, y que, en fin, mereces ser esclava de los mismos demonios.

Imagina y piensa, que en retorno de los beneficios y obligaciones infinitas que debes a tu Salvador, le has ultrajado cruelmente, hasta pisar con execrable vilipendio la sangre que derramó por ti, y fue el precio de tu redención; y con todo, su caridad, siempre constante y siempre inmutable, te llama y te convida a su mesa (Jerem. XXXI), y alguna vez te amenaza con enfermedad mortal para obligarte a que asistas a ella (Luc. XIV). Este Padre misericordioso está siempre pronto a recibirte; y aunque a sus ojos comparezcas cubierta de lepra, coja, hidrópica, ciega, endemoniada, y lo que es peor, llena de vicios y de pecados, no por esto te cierra la puerta (Isai. LX, II), ni te vuelve las espaldas. Todo lo que pide y desea de ti es:

- 1°. Que tengas un sincero dolor de haberlo ofendido tan indignamente.

- 2°. Que aborrezcas y detestes sobre todas las cosas, no solamente el pecado mortal, sino también el venial.

- 3°. Que estés aparejada y dispuesta a hacer siempre su voluntad, y que en las ocasiones que se ofrecieren la ejecutes prontamente y con fervor.

- 4°. Que tengas después una firme confianza de que te perdonará todas tus culpas, te purificará de todos tus defectos, y te defenderá de todos tus enemigos.

Confortada con este amor inefable del Señor, te llegarás después a comulgar con un temor santo y amoroso, diciendo: "Yo no soy digna, Señor, de recibiros, porque os he ofendido muy gravemente, y no he llorado como debo vuestra ofensa, ni dado alguna satisfacción a vuestra justicia. No soy digna, Señor, de recibiros, porque no estoy totalmente purificada del afecto de las culpas veniales".

"No soy digna, Señor, de recibiros, porque aún no me he entregado de todo corazón a vuestra obediencia y voluntad. Pero ¡oh Dios mío, único bien y esperanza mía! ¿A dónde iré, si me retiro de Vos? Lejos de Vos, ¿en dónde hallaré la vida? ¡Ah, Señor! No os olvidéis de vuestra Bondad, acordaos de vuestra palabra, hacedme digna de que os reciba dentro de mi pecho con fe y amor".

"Con temblor me acerco a Vos, mas también llena de confianza; vuestra Divinidad que toda entera se oculta en vuestro Sacramento, me llena de un miedo religioso, pero al mismo tiempo vuestra infinita Bondad, que en este misterio derrama con una especie de profusión todos sus tesoros, me anima extraordinariamente".

Después que hubieres comulgado, entrarás luego en un profundo recogimiento, y cerrando la puerta de tu corazón (Matth. VI), no pienses sino en tratar y conversar con tu Salvador, diciéndole estas, o semejantes palabras: "Oh soberano Señor del cielo, ¿quién ha podido obligaros a descender desde vuestro trono a una criatura pobre, miserable, ciega y desnuda como yo?". El Señor te responderá luego: "El amor". Tú le replicarás: "¡Oh amor increado! ¿qué pretendéis y deseáis de mí?". "Ninguna otra cosa", te responderá, "sino tu amor. Yo no quiero, hija mía, en tu corazón otro fuego que el de la caridad: este fuego, victorioso de los ardores impuros, de tus pasiones, abrasará tu voluntad (Deut. IV), y hará de ella una preciosa víctima: esto es lo que deseo y he deseado siempre de ti. Yo quiero ser todo tuyo, y que tú seas toda mía; lo cual no podrá ser mientras, no haciendo de ti aquella resignación en mi voluntad, que tanto me agrada y me deleita, estuvieres pegada al amor de ti misma, a tu propio parecer, al deseo de la libertad y de la vanagloria del mundo".

"Nada, pues, hija mía, pretendo y quiero de ti, sino que te aborrezcas a ti misma, a fin de que puedas amarme: que me des tu corazón (Prov. XXIII) para que yo pueda unirlo con el mío, que fue abierto para ti en la cruz (Joann. XIV, 34). Bien ves, hija mía, que yo soy de infinito precio (I Cor. VI); y no obstante es tanta mi Bondad, que sólo quiero apreciarme en lo mismo que vales tú: cómprame, pues, hija mía, cómprame, pues no te cuesto más que el darte enteramente a mí. Yo quiero que a mí solo me busques, en mí solo pienses, a mí solo me escuches, mires y atiendas, a fin de que yo sea el único objeto de tus pensamientos y de tus deseos, y no obres sino solamente en mí, y para mí. Quiero también que tu nada llegue a sumergirse enteramente en mi grandeza infinita, para que de esta suerte tú halles en mí toda tu felicidad y contento, y yo halle en ti complacencia y descanso".

Finalmente, ofrecerás al eterno Padre su Unigénito amado, primero en acción de gracias, después por tus propias necesidades, por las de toda la santa Iglesia, de todos tus parientes, de aquellas personas a quienes tienes alguna obligación, y por las almas del purgatorio; uniendo este ofrecimiento con el que el mismo Salvador hizo de sí mismo en el árbol de la cruz (Luc. XXIII, 46), cuando cubierto de llagas y de sangre se ofreció en holocausto a su Padre por la redención del mundo; y asimismo le podrás ofrecer todos los sacrificios que en aquel día se ofrecieren a Dios en su santa Iglesia.

Lorenzo Scúpoli C. R. | Preparación: OratorioCarmelitano.com / OratorioCarmelitano.blogspot.com

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