- De los frutos que podemos sacar de la meditación de Cristo crucificado, y de la imitación de sus virtudes. -
Los frutos que debes sacar, hija mía, de la meditación de Cristo crucificado, son:
- El primero, que te duelas con amargura de tus pecados pasados, y te aflijas de que aún vivan y reinen en ti las pasiones desordenadas, que ocasionaron la dolorosa muerte de tu Señor.
- El segundo, que le pidas perdón de las ofensas que le has hecho, y la gracia de un odio saludable de ti misma para que no lo ofendas más; antes bien lo ames y lo sirvas de todo corazón en reconocimiento de tantos dolores y penas como ha sufrido por tu amor.
- El tercero, que trabajes con continua solicitud en desarraigar de tu corazón todas tus viciosas inclinaciones, por pequeñas y leves que sean.
- El cuarto, que con todo el esfuerzo que pudieres, procures imitar las virtudes de este divino Maestro, que murió no solamente por expiar nuestras culpas, sino también por darnos el ejemplo de una vida santa y perfecta (I Petr. II, 21).
Quiero, hija mía, enseñarte un modo de meditar, del que podrás servirte con mucho fruto y provecho para este fin. Por ejemplo, si deseas, entre las virtudes de Jesucristo imitar particularmente su paciencia heroica en los males y tribulaciones que te suceden, considerarás los puntos siguientes:
- El primero, lo que hace el alma afligida de Cristo mirando a Dios.
- El segundo, lo que hace Dios mirando al alma de Cristo.
- El tercero, lo que hace el alma de Cristo mirándose a sí misma, y a su sacratísimo cuerpo.
- El cuarto, lo que hace Cristo mirándonos a nosotros.
- El quinto, lo que nosotros debemos hacer mirando a Cristo.
Considera, pues, lo primero, cómo el alma de Jesús, absorta y transformada en Dios, contempla con admiración aquella Esencia infinita e incomprensible, en cuya presencia son nada las más nobles y excelentes criaturas (Isai. XL, 13 et seqs.); contempla, digo, con admiración y asombro aquella Esencia infinita en un estado en que, sin perder nada de su grandeza y de su gloria esencial, se humilla y se sujeta a sufrir en la tierra los más indignos ultrajes por el hombre, de quien no ha recibido sino infidelidades, injurias y menosprecios; y cómo adora a aquella suprema Majestad, le tributa mil alabanzas, bendiciones y gracias, y se sacrifica enteramente a su divino beneplácito.
Lo segundo, mira después lo que hace Dios con el alma de Jesucristo; considera cómo quiere que este único Hijo, que es el objeto de su amor, sufra por nosotros y por nuestra salud las bofetadas, las contumelias, los azotes, las espinas y la cruz: considera la complacencia y satisfacción con que lo mira colmado de oprobios y de dolores por tan alta y tan gloriosa causa.
Lo tercero, represéntate cómo el alma de Jesucristo conociendo en Dios con luz altísima esta complacencia y satisfacción divina, ardientemente la ama; y este amor la obliga a sujetarse enteramente, con prontitud y alegría, a la voluntad de Dios (Phil. II). ¿Qué lengua podrá ponderar el ardor con que desea las aflicciones y penas? Esta grande alma no se ocupa sino en buscar nuevos modos y caminos de padecer; y no hallando todos los que desea y busca, se entrega libremente (Joann. X, 19) con su inocentísima carne al arbitrio de los hombres más crueles y de los demonios.
Lo cuarto, mira después a tu amado Jesús, que volviéndose a ti con ojos llenos de misericordia, te dice dulcemente: "Mira, hija el estado a que me han reducido tus desordenadas inclinaciones y apetitos; mira el exceso de mis dolores y penas, y la alegría con que los sufro, sin otro fin que el de enseñarte la paciencia. Yo te exhorto y te pido por todas mis penas que abraces con gusto la cruz que te presento, y todas las demás que te vinieren de mi mano. Abandona tu honor a la calumnia, y tu cuerpo al furor y rabia de los perseguidores que yo eligiere para ejercitarte y probarte, ya sean despreciables y viles, ya inhumanos y formidables. ¡Oh si supieses, hija, el placer y contento que me dará tu resignación y tu paciencia! Pero ¿cómo puedes ignorarlo, viendo estas llagas que yo he recibido a fin de adquirirte con el precio de mi sangre las virtudes con que quiero adornar y enriquecer tu alma, que amo entrañablemente? Si yo quise reducirme a tan triste y penoso estado por tu amor, ¿por qué no querrás tú sufrir un leve dolor por aliviar los míos, que son extremos? ¿Por qué no querrás curar las llagas que me ha ocasionado tu impaciencia, que es para mí un tormento más sensible y doloroso que todas las llagas de mi cuerpo?".
Lo quinto, piensa después bien quién es el que te habla de esta suerte; y verás que es el mismo Rey de la gloria, Cristo Señor nuestro, verdadero Dios y verdadero hombre. Considera la grandeza de sus tormentos y de sus oprobios, que serían penas muy rigurosas para los más facinerosos delincuentes. Admírate de verlo en medio de tantas aflicciones, no solamente inmóvil y paciente, sino lleno de alegría, como si el día de su pasión fuese para Él un día de triunfo; y como el fuego, si se le echa un poco de agua se enciende más, así con los grandes trabajos y tormentos, que a su caridad inmensa le parecían pequeños, se le aumentaba el deseo de padecerlos mayores.
Pondera en tu interior que todo esto lo ha obrado padecido, no por fuerza (Joann. X, 18), ni por interés, sino por puro amor, como el mismo Señor lo dijo, y a fin de que a su imitación y ejemplo (I Petr. II, 21), te ejercites en la virtud de la paciencia. Procura, pues, comprender bien lo que pide y desea de ti, y la complacencia y gusto que le darás con el ejercicio de esta virtud. Concibe después deseos ardientes de llevar, no sólo con paciencia, sino también con alegría, la cruz que te envía, y otras más graves y pesadas, a fin de imitarle más perfectamente, y de hacerte más agradable a sus ojos.
Represéntate todos los dolores e ignominias de su pasión, y admirándote de la invariable constancia con que los sufría, avergüénzate de tu flaqueza: mira tus penas como imaginarias, en comparación de las que Él padecía por ti, persuadiéndote de que tu paciencia ni aun es sombra de la suya. Nada temas tanto como el no querer sufrir y padecer algo por tu Salvador, y desecha luego, como una sugestión del demonio, la repugnancia al padecimiento.
Considera a Jesucristo en la cruz como un libro espiritual (Galat. III) que debes leer continuamente para aprender la práctica de las más excelentes virtudes. Este es un libro, hija mía, que se puede justamente llamar libro de la vida, (Eccli. XXIV, 32. — Apoc. III, 5), que a un mismo tiempo ilumina el espíritu con los preceptos, y enciende la voluntad con los ejemplos. El mundo está lleno de innumerables libros; mas aun cuando se pudiesen leer todos, nunca se aprendería tan perfectamente a aborrecer el vicio y amar la virtud, como considerando a un Dios crucificado.
Pero advierte, hija mía, que los que se ocupan horas enteras en llorar la pasión de nuestro Redentor, y en admirar su paciencia; y después cuando les sucede alguna tribulación o trabajo se muestran tan impacientes como si no hubiesen pensado jamás en la cruz del Señor, son semejantes a los soldados poco experimentados, que mientras están en sus tiendas se prometen con arrogancia la victoria, y después a la primera vista del enemigo dejan las armas, y se entregan ignominiosamente a la fuga.
¿Qué cosa puede haber más torpe y miserable que mirar, como en claro espejo, las virtudes del Salvador, amarlas y admirarlas, y después, cuando se nos presenta la ocasión de imitarlas, olvidarnos de ellas totalmente?
Lorenzo Scúpoli C. R. | Preparación: OratorioCarmelitano.com / OratorioCarmelitano.blogspot.com
No hay comentarios:
Publicar un comentario