- De la oración. -
Si la desconfianza de nosotros mismos, la confianza en Dios, y el buen uso de nuestras potencias son armas necesarias en el combate espiritual, como hasta aquí se ha mostrado; la oración, que es la cuarta arma propuesta, es todavía más necesaria e indispensable. Pues por la oración obtenemos de Dios, no solamente las virtudes, sino generalmente todos los bienes de que estamos faltos. Es como el canal por donde se nos comunican todas las gracias que recibimos del cielo. Con la oración, si la ejercitares como debes, pondrás la espada en manos de Dios para que combata por ti y te alcance la victoria. Para servirnos como conviene de un modo tan esencial e importante, conviene que observemos las reglas siguientes:
- En primer lugar debemos tener un verdadero deseo de servir a Dios con fervor, del modo que le sea más agradable. Este deseo se encenderá fácilmente en nuestro corazón, si consideramos tres cosas: la primera, que Dios merece infinitamente ser servido y adorado a causa de la excelencia de su ser soberano, de su bondad, hermosura, sabiduría, poder y todas sus perfecciones inefables; la segunda, que este mismo Dios se hizo hombre, y trabajó continuamente por espacio de treinta y tres años por nuestra salud, y curó con sus propias manos las llagas horribles de nuestros pecados, ungiéndolas y lavándolas, no con aceite y vino, sino con su sangre preciosa (Luc. X, 34.– Apoc. I, 5), y carne purísima, toda despedazada con azotes, espinas y clavos; la tercera, que nada nos importa tanto como el guardar su ley, y cumplir todas nuestras obligaciones; pues éste es el único medio de hacernos señores de nosotros mismos, victoriosos del demonio e hijos de Dios.
- Lo segundo, debemos tener una fe viva y una firme confianza de que Dios no nos negará los auxilios necesarios para servirlo con perfección, y para obrar nuestra salud. Un alma llena de esta santa confianza es como un vaso sagrado, donde la divina misericordia derrama los tesoros de su gracia; y cuanto mayor es su confianza, tanto mayor es la abundancia de las bendiciones celestiales que atrae sobre sí con la oración. Porque ¿cómo será posible que un Dios, a quien nada es difícil, deje de comunicarnos sus dones, cuando su Bondad misma nos solicita y persuade que se los pidamos, y nos promete su Santo Espíritu (Luc. XI, 13), como lo imploremos con fe y perseverancia?
- Lo tercero, debemos entrar siempre en la oración por sólo el motivo o fin de hacer lo que Dios quiere, y no lo que nosotros queremos. De manera que no hemos de aplicarnos jamás a este santo ejercicio sino solamente porque Dios nos lo manda, ni debemos desear ser oídos, sino en cuanto fuere de su divino beneplácito; en fin, nuestra intención ha de ser unir y conformar nuestra voluntad con la divina, sin pretender jamás inclinar la divina a la nuestra. La razón es porque nuestra voluntad, como inficionada y pervertida del amor propio, yerra muchas veces, y no sabe lo que pide; pero la voluntad divina no puede errar, siendo esencialmente justa y santa; y así debe ser la regla de cualquiera otra voluntad. Tengamos, pues, particular cuidado de no pedir a Dios sino las cosas que son de su agrado; y hubiere algún motivo o fundamento para temer que lo que deseamos no es conforme a su voluntad, no se lo pidamos sino con una entera sumisión a las órdenes de su Providencia. Pero si las cosas que deseamos alcanzar no pueden dejar de serle agradables, como las virtudes, pidámoslas más por agradarle y servirle que por cualquier otra consideración, aunque sea muy espiritual.
- Lo cuarto, si deseamos obtener lo que pedimos, conviene que nuestras obras se conformen con nuestras palabras: conviene que antes y después de la oración procuremos con todas nuestras fuerzas hacernos dignos de la gracia que deseamos alcanzar, porque el ejercicio de la oración debe andar siempre unido y acompañado con el de la mortificación interior; pues sería tentar a Dios pedir una virtud, y no aplicar los medios para conseguirla.
- Lo quinto, antes de pedir a Dios cosa alguna, debemos darle muy rendidas gracias por todos los beneficios que hemos recibido de su Bondad. Podremos decirle: "Señor mío y Dios mío, que después de haberme creado me habéis redimido por vuestra misericordia, y me habéis librado infinitas veces del furor de mis enemigos, ayudadme y socorredme ahora; y olvidando mis ingratitudes pasadas, no me neguéis la gracia que os pido".
Y si cuando deseamos obtener alguna virtud en particular, fuéremos tentados del vicio contrario, no dejemos de alabar y bendecir a Dios por la ocasión que nos da de ejercitar esta virtud, porqué no es éste, hija mía, un favor pequeño.
- Lo sexto, como la oración recibe toda su eficacia y fuerza de la suma bondad de Dios, de los merecimientos de la vida y pasión de su unigénito Hijo, y de las promesas de oírnos que nos ha hecho (Jerem, XXXIII, 3), podremos concluir siempre nuestras peticiones con alguna de las oraciones siguientes: "Yo os pido, Señor, que por vuestra divina misericordia me otorguéis esta gracia". "Concededme por los méritos de vuestro unigénito Hijo lo que os pido". "Acordaos, Dios mío, de vuestras promesas, y oíd mis ruegos".
Algunas veces podremos pedir también las gracias que deseamos por los méritos de la Virgen Santísima y de los Santos; porque es grande el poder que tienen en el cielo, y Dios se deleita de honrarlos en la proporción del honor y gloria que le han dado en el curso de su vida mortal.
- Lo séptimo, conviene también perseverar en este ejercicio, porque el Todopoderoso no puede resistir a una humilde perseverancia en la oración; pues si la importunidad de la viuda del Evangelio pudo doblar y vencer la dureza de un juez inicuo (Luc. XVIII, 5), ¿cómo podrán nuestros ruegos dejar de mover a un Dios infinitamente bueno? Y así, aunque el Señor tarde en oírnos, y nos parezca que no quiere escucharnos, no debemos perder la confianza que tenemos en su divina Bondad, ni dejar de continuar la oración; porque su divina Majestad tiene en un grado infinito todo lo que es necesario para poder y para querer enriquecernos y colmarnos de sus beneficios; y si de nuestra parte no hubiere alguna falta, podremos estar ciertos y seguros de que obtendremos infaliblemente la gracia que le pedimos, u otra que nos sea más útil y provechosa, y por ventura ambas gracias juntamente.
Sobre todo debemos estar siempre advertidos en este punto: que cuanto más nos pareciere que el Señor no nos escucha ni admite nuestros ruegos, tanto más hemos de procurar humillarnos y concebir menosprecio y odio de nosotros mismos. Pero en esto, hija mía, debemos gobernarnos de suerte que, considerando nuestras miserias, no perdamos jamás de vista su divina misericordia, y que en lugar de disminuir nuestra confianza la aumentemos en nuestro corazón, íntimamente persuadidos de que cuanto más viva y constante fuere en nosotros esta virtud, cuando se halla combatida, tanto mayor será nuestro merecimiento.
Finalmente, no dejemos jamás de dar a Dios humildes y rendidas gracias. Alabemos y bendigamos igualmente su sabiduría, su bondad y su caridad, ya nos niegue o ya nos conceda la gracia que le pedimos; y en cualquier suceso procuremos conservarnos siempre tranquilos y contentos, y enteramente rendidos a su providencia.
Lorenzo Scúpoli C. R. | Preparación: OratorioCarmelitano.com / OratorioCarmelitano.blogspot.com
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