- Del ofrecimiento. -
Para que este ofrecimiento sea muy agradable a Dios, se han de observar dos circunstancias: la primera es que ha de unirse y acompañarse con los ofrecimientos que hizo Jesucristo a su eterno Padre en el curso de su vida pasible y mortal; la segunda, que nuestro corazón esté desasido enteramente del amor de las criaturas.
En orden a la primera, has de saber que mientras vivía el Señor en este valle de lágrimas, ofrecía a su Padre celestial, no solamente su persona y sus acciones particulares, sino también las de todos los hombres con sus mismas personas. Conviene, pues, hija mía, que juntemos nuestros ofrecimientos con los suyos, para que con esta unión los suyos santifiquen los nuestros.
En cuanto a la segunda, importa mucho examinar bien, antes de hacer este sacrificio de nosotros mismos, si nuestro corazón tiene alguna adhesión o apego a las criaturas; y si reconociéremos que no está libre y exento de toda afición impura y terrena, debemos recurrir al Señor y pedirle que rompa nuestros lazos, a fin de que no haya cosa alguna en nosotros que nos impida el ser enteramente suyos. Este punto, hija mía, es muy importante, porque ofrecernos a Dios, estando asidos a las criaturas, es burlarnos en alguna manera de Dios; pues como entonces no somos señores de nosotros mismos, sino esclavos de aquellas criaturas a quienes hemos entregado nuestro corazón, venimos a ofrecer a Dios una cosa que no es verdaderamente nuestra, sino ajena, de donde nace que aunque muchas veces nos ofrecemos a Dios, como siempre nos ofrecemos de esta manera, no solamente no crecemos en las virtudes, sino antes bien caemos en nuevas imperfecciones y pecados.
Bien podemos algunas veces ofrecernos a Dios, aunque tengamos algún apego a las cosas del mundo; pero esto ha de ser solamente a fin de que su Bondad infinita nos inspire la aversión y disgusto de las criaturas, y podamos después, sin algún estorbo, entregarnos a su servicio. Importa mucho repetir este ofrecimiento con frecuencia y fervor.
Sean, pues, hija mía, puros todos nuestros ofrecimientos: no tenga en ellos alguna parte nuestra propia voluntad; no atendamos ni a los bienes de la tierra, ni a los del cielo; miremos solamente a la voluntad de Dios; adoremos su Providencia, y sujetémonos ciegamente a sus órdenes y disposiciones, sacrifiquémosle todas nuestras inclinaciones, y olvidándonos de todas las cosas creadas, digámosle: "Veis aquí, Dios y Creador mío, que yo os ofrezco y consagro todo lo que tengo; yo sujeto y rindo enteramente mi voluntad a la vuestra; haced de mí lo que fuere de vuestro divino agrado, así en la vida como en la muerte, así en el tiempo como en la eternidad".
Si estos afectos y sentimientos fueren sinceros y verdaderos, y te nacieren del corazón, lo cual conocerás fácilmente al sucederte cosas contrarias y adversas, adquirirás en breve tiempo grandes merecimientos, que son tesoros infinitamente más preciosos que todas las riquezas de la tierra; serás toda de Dios, y Dios será todo tuyo, porque Él se da siempre a los que renuncian a sí mismos, y a todas las criaturas por su amor.
Esto, hija mía, es sin duda un poderoso medio para vencer a todos tus enemigos: porque si con este sacrificio voluntario llegas a unirte de tal suerte con Dios, que seas toda suya y recíprocamente Él todo tuyo, ¿qué enemigo habrá que sea capaz de perjudicarte?
Pero descendiendo a más distinta y particular especificación de este punto, que siempre quisieres ofrecer a Dios alguna obra tuya, como ayunos, oraciones, actos de paciencia, y otras acciones meritorias, conviene que desde luego te acuerdes de los ayunos, oraciones y acciones santas de Jesucristo; y poniendo toda tu confianza en el valor y mérito de ellas, presentes así las tuyas al Padre eterno. Pero si quieres ofrecerle los tormentos y penas que sufrió nuestro Redentor en satisfacción de nuestros pecados, podrás hacerlo de este modo o de otro semejante: represéntate en general o en particular los desórdenes de tu vida pasada; y hallándote convencida de que por ti misma no puedes aplacar la ira de Dios, ni satisfacer su justicia, recurre a la vida y pasión de tu Salvador; acuérdate que cuando oraba, ayunaba, trabajaba y vertía su sangre, todas estas acciones y penas las ofrecía a su eterno Padre, a fin de obtenernos una perfecta reconciliación con su Majestad divina:" Vos veis, -le decía-, Padre mío celestial y eterno, que conformándome con vuestra voluntad, satisfago superabundantemente (Psalm. CXXIX) vuestra justicia por los pecados y deudas de (Nombre). Sea, pues, de vuestro divino agrado perdonarlo y recibirlo en el número de vuestros escogidos.
Conviene, hija mía, que entonces juntes tus ruegos con los de Jesucristo, y pidas al Padre eterno que use contigo de misericordia por los méritos de la pasión de su santísimo Hijo. Esto podrás practicar siempre que medites sobre la vida o muerte de nuestro Redentor, no solamente cuando pases de un misterio a otro, sino también de una circunstancia a otra de cualquier misterio; y de este género de ofrecimiento te podrás servir, ya ruegues por ti, o ya ruegues por otros.
Lorenzo Scúpoli C. R. | Preparación: OratorioCarmelitano.com / OratorioCarmelitano.blogspot.com
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