Desprecio de los bienes mundanos

24.6.18

El combate espiritual: cómo comulgar


- Del modo de recibir el Santísimo Sacramento de la Eucaristía. -

Por diversos motivos y fines podemos recibir este divino Sacramento; pero para recibirlo con fruto se deben observar algunas cosas, antes de la comunión, cuando estamos para comulgar, y después de haber comulgado.

Antes de la comunión (por cualquier fin o motivo que se reciba), debemos siempre purificar el alma con el Sacramento de la Penitencia, si reconocemos en nosotros algún pecado mortal. Después debemos ofrecernos de todo corazón y sin alguna reserva a Jesucristo, y consagrarle toda el alma con sus potencias, ya que en este Sacramento se da todo entero a nosotros este divino Redentor: su sangre, su carne, su divinidad, con el tesoro infinito de sus merecimientos; y como lo que nosotros le ofrecemos es poco o nada, en comparación de lo que a nosotros nos da, debemos desear tener cuanto le han ofrecido todas las criaturas del cielo y de la tierra, para hacer de todo a su divina Majestad una oblación agradable a sus ojos.




Si quieres recibir este Sacramento con el fin de obtener alguna victoria contra tus enemigos, empezarás desde la noche del día precedente, o cuanto antes pudieres, a considerar cuánto desea el Hijo de Dios entrar por este Sacramento en nuestro corazón, a fin de unirse con nosotros, y de ayudarnos a vencer nuestros apetitos desordenados. Este deseo es tan ardiente en nuestro Salvador, que no hay espíritu humano capaz de comprenderlo.

Pero si quisieras formar alguna idea de este deseo, procura imprimir bien en tu alma estas dos cosas: la primera, la complacencia inefable que tiene la Sabiduría encarnada de estar con nosotros, pues a esto llama sus mayores delicias (Prov. VIII, 31); la segunda, el odio infinito que tiene al pecado mortal, tanto por ser impedimento de la íntima unión que desea tener con nosotros, cuanto por ser directamente opuesto a sus divinas perfecciones; porque siendo Dios sumo bien, luz pura y belleza infinita, no puede dejar de aborrecer infinitamente el pecado, que no es otra cosa que malicia, tinieblas, horror y corrupción.

Este odio del Señor contra el pecado es tan ardiente, que a sola su destrucción se ordenaron las obras del Antiguo y Nuevo Testamento, y particularmente las de la sacratísima pasión de su unigénito Hijo. Los Santos más iluminados aseguran que consentiría que su único Hijo volviese a padecer, si fuere necesario, mil muertes, por destruir en nosotros las menores culpas.

Después que con estas dos consideraciones hayas reconocido, bien que imperfectamente, cuánto desea nuestro Salvador entrar en nuestros corazones, a fin de exterminar enteramente nuestros enemigos y los suyos, excitarás en ti fervientes deseos de recibirle por este mismo fin; y cobrando ánimo y esfuerzo con la esperanza de la venida de tu divino Capitán, llamarás muchas veces con generosa resolución a la batalla la pasión dominante que deseas vencer, y harás cuantos actos pudieres de la virtud contraria. Esta, hija mía, ha de ser tu principal ocupación por la tarde y por la mañana, antes de la sagrada comunión.

Cuando estuvieres ya para recibir el cuerpo de tu Redentor, te representarás por un breve instante las faltas que hubieres cometido desde la última comunión; y a fin de concebir un vivo dolor de todas, considerarás que las has cometido contra tu Dios, muerto en una cruz por nuestra salud, y que has preferido un pequeño placer, una ligera satisfacción de tu propia voluntad a la obediencia que le debes y al honor y gloria de su Majestad, confundiéndote dentro de ti misma, reconociendo tu ceguera y detestando tu ingratitud; pero viniendo después a considerar que, aunque seamos muy ingratos, infieles y rebeldes, no obstante este inmenso abismo de caridad quiere darse a nosotros y nos convida a que lo recibamos, te acercaras a El con confianza, y le abrirás tu corazón para que entre en él, y lo posea como Señor absoluto, cerrando después todas sus puertas para que no se introduzca algún afecto impuro.

Después que hayas recibido la Comunión, te recogerás en seguida dentro de ti misma (Matth. VI, 6), y adorando con profunda humildad y reverencia al Señor, le dirás: "Bien veis, único bien mío, con cuánta facilidad os ofendo, bien veis el imperio que tienen sobre mí las pasiones, y cuán flacas y débiles son mis fuerzas para resistirlas y sujetarlas. Vuestro es, Señor, el principal empeño de combatirlas; y si bien yo debo tener alguna parte en la pelea, no obstante de Vos solo espero la victoria".

Volviéndote después al Padre eterno, le ofrecerás en acción de gracias, y para obtener alguna victoria de ti misma, el inestimable tesoro que te ha dado en su mismo unigénito Hijo, que tienes dentro de ti; y tomarás, en fin, la resolución de combatir generosamente contra el enemigo que te hiciere más cruda guerra, esperando con fe la victoria; porque haciendo de tu parte lo que pudieres, Dios no dejará de socorrerte.

Lorenzo Scúpoli C. R. | Preparación: OratorioCarmelitano.com / OratorioCarmelitano.blogspot.com

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