Semana en el Oratorio

Desprecio de los bienes mundanos

26.5.18

El combate espiritual: No cesar de combatir


- Que en el ejercicio de la virtud se ha de caminar siempre con continua solicitud. -

Entre las cosas que sirven para adquirir las virtudes cristianas, que es el blanco que nos hemos propuesto, una de las más importantes y necesarias es procurar siempre adelantarnos en el camino de la perfección; porque no se puede parar en este camino sin volver atrás (D. Greg. part. 3. Past. curae admonit. 35). La razón es porque, desde que cesamos de hacer actos de virtud, la violenta inclinación del apetito sensitivo, y los objetos exteriores, que lisonjean los sentidos, no dejan de excitar en nosotros movimientos desordenados; y estos movimientos destruyen, o a lo menos, enflaquecen los hábitos de las virtudes; fuera de que esta negligencia nos priva de muchas gracias y dones que pudiéramos merecer del Señor, si pusiésemos mayor cuidado y solicitud en nuestro progreso espiritual.

Es muy diferente, hija mía, el camino espiritual y del cielo, del material y de la tierra; porque en éste, aunque pare y se detenga el caminante, nada pierde de lo andado; pero en el camino espiritual, si se detiene y para, aunque sea por poco tiempo, pierde mucho.




Además de esto, la fatiga del peregrino del mundo se aumenta con la continuación del movimiento corporal, pero en el camino del espíritu, cuanto más se adelante y se camina, más fuerzas se cobran, y se siente mayor vigor; porque, con el ejercicio virtuoso, la parte inferior, que con su resistencia hace el camino áspero y penoso, viene a debilitarse y enflaquecerse; y la parte superior, donde reside la virtud, se repara, se restablece y se fortifica más. De donde nace que, al paso que nos adelantamos en el bien, se va disminuyendo nuestra pena y dificultad, y en esta misma proporción crece y aumenta también el gusto y dulzura interior con que Dios templa y suaviza las amarguras de este camino.

De esta suerte, caminando siempre con alegría, de virtud en virtud, llegamos finalmente a la cumbre del monte (Isai. II, 2), al colmo de la perfección, y a aquel estado dichoso y bienaventurado en que el alma empieza a ejercer sus funciones espirituales, no sólo sin amargura y disgusto, sino también con un contento y júbilo inefable; porque como se halla ya victoriosa de todas sus pasiones, y superior a las criaturas y a sí misma, vive dichosamente en el seno de Dios, y goza entre sus penas y trabajos de un dulce y bienaventurado reposo.

Lorenzo Scúpoli C. R. | Preparación: OratorioCarmelitano.com / OratorioCarmelitano.blogspot.com

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