- Del modo de pelear contra el vicio de la pereza. -
Importa mucho, hija mía, que hagas la guerra a la pereza, porque este vicio no solamente nos aparta del camino de la perfección, sino que nos pone enteramente en las manos de los enemigos de nuestra salud.
Si quieres no caer en la mísera servidumbre de este vicio, has de huir de toda curiosidad y afecto terreno, y de cualquiera ocupación que no convenga a tu estado. Asimismo serás muy diligente en corresponder a las inspiraciones del cielo, en ejecutar las órdenes de tus superiores, y en hacer todas las cosas en el tiempo y en el modo que ellos desean.
No tardes ni un breve instante en cumplir lo que se te hubiere ordenado, porque la primera dilación o tardanza ocasiona la segunda, y la segunda la tercera y las demás, a las cuales el sentido se rinde y cede más fácilmente que a las primeras, por haberse ya aficionado al placer y dulzura del descanso; y así, o la acción se empieza muy tarde, o se deja como pesada y molesta.
De esta suerte viene a formarse en nosotros el hábito de la pereza, el cual es muy difícil de vencer, si la vergüenza de haber vivido en una suma negligencia y descuido no nos obliga al fin a tomar la resolución de ser en lo venidero más laboriosos y diligentes.
Pero advierte, hija mía, que la pereza es un veneno que se derrama en todas las potencias del alma, y no solamente inficiona la voluntad, haciendo que aborrezca el trabajo, sino también el entendimiento, cegándole para que no vea cuán vanos y mal fundados son los propósitos de los negligentes y perezosos; pues lo que deberían hacer luego y con diligencia, o no lo hacen jamás, o lo difieren y dejan para otro tiempo.
Ni basta que se haga con prontitud la obra que se ha de hacer, sino que es necesario hacerla en el tiempo que pide la calidad y naturaleza de la misma obra, y con toda la diligencia y cuidado que conviene, para darle toda la perfección posible; porque, en fin, no es diligencia sino una pereza artificiosa y fina hacer con precipitación las cosas, no cuidando de hacerlas bien, sino de concluirlas presto, para entregarnos después al reposo en que teníamos fijo todo el pensamiento. Este desorden nace ordinariamente de no considerarse suficientemente el valor y precio de una buena obra, cuando se hace en su propio tiempo, y con ánimo resuelto a vencer todos los impedimentos y dificultades que impone el vicio de la pereza a los nuevos soldados que comienzan a hacer guerra a sus pasiones y vicios.
Considera, pues, hija mía, que una sola aspiración, una oración jaculatoria, una reflexión, y la menor demostración de culto y de respeto a la Majestad divina, es de mayor precio y valor que todos los tesoros del mundo; y cada vez que el hombre se mortifica en alguna cosa, los Ángeles del cielo le fabrican una bella corona en recompensa de la victoria que ha ganado sobre sí mismo.
Considera, al contrario, que Dios quita poco a poco sus dones y gracias a los tibios y perezosos, y los aumenta a los fervorosos y diligentes para hacerlos entrar después en la alegría y gozo de su bienaventuranza.
Pero si al principio no te sintieres con fuerza y vigor bastante para sufrir las dificultades y penas que se presentan en el camino de la perfección, es necesario que procures ocultártelas con destreza a ti misma, de suerte que te parezcan menores de lo que suelen figurarse los perezosos. Por ejemplo, si para adquirir una virtud necesitas ejercitarte en repetidos y frecuentes actos, y combatir con muchos y poderosos enemigos que se oponen a tu intento, empieza a formar dichos actos como si hubiesen de ser pocos los que has de producir, trabaja como si tu trabajo no hubiese de durar sino muy breve tiempo, y combate a tus enemigos, uno en pos de otro, como si no tuvieses sino uno solo que combatir y vencer, poniendo toda tu confianza en Dios, y esperando que con el socorro de su gracia serás más fuerte que todos ellos. Pues si obrares de esta suerte, vendrás a librarte del vicio de la pereza y a adquirir la virtud contraria.
Lo mismo practicarás en la oración. Si tu oración debe durar una hora, y te parece largo este tiempo, proponte solamente orar medio cuarto de hora, y pasando de este medio cuarto de hora a otro, no te será difícil ni penoso el llenar, finalmente, la hora entera. Pero si al segundo o tercero medio cuarto de hora, sintieres demasiada repugnancia y pena, deja entonces el ejercicio para no aumentar tu desabrimiento y disgusto; porque esta interrupción no te causará ningún daño, si después vuelves a continuarlo.
Este mismo método has de observar en las obras exteriores y mentales. Si tuvieres diversas cosas que hacer, y, por parecerte muchas y muy difíciles, sientes inquietud y pena, comienza siempre por la primera, con resolución, sin pensar en las demás, porque haciéndolo así con diligencia, vendrás a hacerlas todas con menos trabajo y dificultad de lo que imaginabas.
Si no procuras, hija mía, guardar esta regla, y no te esfuerzas a vencer el trabajo y dificultad que nace de la pereza, advierte que con el tiempo vendrá a prevalecer en ti de tal manera este vicio, que las dificultades y penas, que son inseparables de los primeros ejercicios de la virtud, no solamente te molestarán cuando estén presentes, sino que desde luego te causarán disgusto y congojas aún cuando no lo estén e incluso te las imagines, porque estarás siempre con un continuo temor de ser ejercitada y combatida de tus enemigos, y en la misma quietud vivirás inquieta y turbada.
Conviene, hija mía, que sepas que en este vicio hay un veneno oculto que oprime y destruye no solamente las primeras semillas de las virtudes, sino también las virtudes que están ya formadas; y que como la carcoma roe y consume insensiblemente la madera, así este vicio roe y consume insensiblemente la médula de la vida espiritual; y por este medio suele el demonio tender sus redes y lazos a los hombres, y particularmente a los que aspiran a la perfección.
Vela, pues, sobre ti misma dándote a la oración y a las buenas obras, y no aguardes a tejer el paño de la vestidura nupcial para cuando ya habías de estar vestida y adornada de ella para salir a recibir al esposo (Matth. XXII et XXV).
Acuérdate cada día de que no te promete la tarde quien te da la mañana, y quien te da la tarde no te asegura la noche ni el día de mañana.
Emplea santamente cada hora del día como si fuese la última; ocúpate toda, en agradar a Dios y teme siempre la estrecha y rigurosa cuenta que le has de dar de todos los instantes de tu vida.
Por último te advierto que tengas por perdido aquel día en que, aunque hayas trabajo con diligencia, y concluido muchos negocios, no hubieres alcanzado muchas victorias contra tu propia voluntad y malas inclinaciones, ni hubieres rendido gracias y alabanzas a Dios por sus beneficios; y principalmente por el de la dolorosa muerte que padeció por ti, y por el suave y paternal castigo que te da, si por ventura te hubiese hecho digna del tesoro inestimable de alguna tribulación.
Lorenzo Scúpoli C. R. | Preparación: OratorioCarmelitano.com / OratorioCarmelitano.blogspot.com
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