Semana en el Oratorio

Desprecio de los bienes mundanos

27.7.17

¿Qué es "la santa indiferencia"?


"Nada pedir, y nada reusar", así resumía San Francisco de Sales la santa indiferencia. Pues sí, en efecto, eso es. La "santa indiferencia" es el estado al que llega el alma que se abandona totalmente en las manos de Dios y, sumergida de tal forma, nada le causa desazón ni congoja.

Por supuesto, una persona en ese estado sigue siendo humana y, como tal, experimenta inicialmente un cierto pesar ante algunos acontecimientos de su vida que pueden ser dolorosos, alegrías, penas, tristezas, y obviamente dolor. Pero su abandono en la Providencia es de tal envergadura que lo asume todo, y se enfrenta a ello con un espíritu de apacible tranquilidad. Sabe que nada ocurre sin que Dios lo permita, y ante los acontecimientos más duros se muestra humilde, resignado, y benevolente.




La "santa indiferencia" es una fe absoluta en Dios y, como tal, no es algo que se pueda obligar -aunque sí cultivar-, sino que es uno de los frutos con los que nos sostiene el Espíritu santo. Gracias a ella, los mártires pudieron soportar sus indecibles penas y castigos, y los cristianos no doblegarse ante multitudes de enemigos que los amenazaban por todos lados.

Aunque el término en español pueda llevar a engaño, la santa indiferencia no es la despreocupación, ni hay que confundirla con un tipo de "pasotismo" religioso, de ningún modo. El cristiano se ve afectado por lo que pasa a su alrededor y a su vida y, por su sensibilidad y caridad hacia los otros, quizá incluso más que el resto de personas, pero lo deja todo en manos de Dios y no permite que ningún acontecimiento externo altere su alma ni su fidelidad al Señor, ni corrompa o afecte su relación con Dios. Y es necesaria esa fe y confianza absoluta en Dios porque, de otro modo, no hay ser humano que lo soportaría. Antes bien, lo deja todo en manos del Altísimo, ciñéndose y resignándose a todo lo que se le envíe con espíritu humilde y de sacrificio.

La santa indiferencia no es, por tanto, complacencia ni "dejarse llevar", sino fidelidad y confianza absoluta aún en medio de las dificultades y vicisitudes varias que el paso por este mundo le presente, viéndolo todo como una prueba y muestra de la voluntad del Señor.

A veces nos empeñamos en ir por un camino que consideramos mejor, o más adecuado y fácil para nosotros, y solo cuando es ya muy tarde caemos en la cuenta de que no nos da más que problemas y tristezas. Olvidamos que no es para nuestra comodidad ni nuestra satisfacción por lo que estamos en esta vida, sino como sacrificio al Señor y penitencia para nuestra salvación. La voluntad y los caminos de Dios, además, aunque de inicio nos parezcan duros siempre acaban en salvación y en bien espiritual para nosotros, mientras que los nuestros y los de nuestras apetencias acaban llevándonos a la desesperación, al suicidio. A la muerte eterna.

Debemos aprender, por tanto, a discernirlos e interpretarlos, y para ello debemos orar insistentemente que el Señor nos guíe y nos ayude a tomar las decisiones correctas, e interpretar cuándo determinada decisión proviene de nuestros gustos y preferencias, y cuándo proviene de la voluntad divina.


La santa indiferencia es una de las características de la santidad, que nos hace sobrellevar cualquier amargura y pena con la plena convicción de que, ocurra lo que ocurra, Dios dispondrá de lo que sea lo mejor para nosotros y, por ello, no debemos resistirnos a su acción sobre nuestro camino, dejando que sea Él, en su divina infinita sabiduría, quien nos modele. Acabe donde acabe, aunque acabe en muerte, en las manos de Dios nada está perdido, ya que Él nos puede resucitar. Porque si queremos hacernos santos según nuestras ideas y suposiciones, acabaremos totalmente perdidos, no podemos guiarnos a nosotros mismos en algo tan profundo como la santidad. Solo agradar a Dios y dejar que él actúe nos llevará a la vida eterna.

Por eso se entiende tan bien cuando la beata Isabel de la Trinidad escribía: "¡Oh Dios mío, Trinidad a quien adoro, ayúdame a olvidarme enteramente de mí misma para establecerme en ti, inmóvil y apacible como si mi alma estuviera ya en la eternidad; que nada pueda turbar mi paz, ni hacerme salir de ti, mi Inmutable, sino que cada minuto me lleve más lejos en la profundidad de tu misterio! Pacifica mi alma. Haz de ella tu cielo, tu morada amada y el lugar de tu reposo. Que yo no te deje jamás solo en ella, sino que yo esté allí enteramente, totalmente despierta en mi fe, en adoración, entregada sin reservas a tu acción creadora".

Dejemos que Cristo decida por nosotros, por tanto, a dónde y cómo quiere llevarnos, y lo que quiere que seamos y cómo es la mejor forma de servirle. No pongamos por delante nuestros gustos y apetencias, porque éstos cambian y mudan como las estaciones y lo que hoy nos agrada mañana puede volverse contra nosotros, e incluso disgustarnos. Dios conoce muy bien cómo y en dónde podemos servirlo mejor, y Él nos llevará por la senda que nos sea más provechosa, solo debemos dejarnos llevar.

No olvidemos cómo, en los Evangelios, Cristo iba escogiendo a los apóstoles: algunos tenían una profesión en la que no les iba nada mal, sin embargo Él trastocó todos sus planes en un instante.

Que sea, pues, Cristo quien nos modele, y conseguiremos llegar a ese estado de divina indiferencia en donde, perdidas todas nuestras potencias y nuestra voluntad en Aquel que todo lo puede, nada nos trastorna porque somos transparentes y todo dardo que nos lancen se va a parar a Dios, en quien nos encontramos totalmente sumergidos.


La santa indiferencia supone, por lo tanto, un estado de quietud merced a nuestra divina unión, aunque en el exterior se sucedan imparables y tenebrosas tormentas y caudalosas tempestades. El cristiano fluye entre todo ello porque sabe muy bien "en quien ha puesto su confianza" (2 Timoteo 1:12) y que nunca se verá defraudado, aunque las gentes del mundo se desesperen en torno suyo gritando que todo se acaba y que ya no hay esperanza, incitándole a volver a su antigua vida de pecado y alejamiento del Señor.

En resumen: la santa indiferencia es el saber y el tener la certeza de que todo, absolutamente todo, está en manos de Dios.

Nuestra vida es Cristo, y él permanece único e inmutable por los siglos. Nosotros permanecemos indiferentes ante este mundo de pecado que se altera por todo, sabiendo que Cristo no falla nunca. Confiemos enteramente en Él, que lo puede todo, que es el único que no defrauda.

Ludobian de Bizance | Preparación: OratorioCarmelitano.com / OratorioCarmelitano.blogspot.com

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