Semana en el Oratorio

Desprecio de los bienes mundanos

30.5.17

El engaño y las miserias de los mundanos


Discípulo: Os suplico, Sabiduría llena de misericordia, que iluminéis a estos pobres ignorantes.

No, no son ignorantes, puesto caso que a cada momento sienten y comprenden sus miserias. Lo que ellos quieren es distraerse para gozar de los placeres a sus anchas. No se disculpen sus errores, que cuando lleguen a confesar su engaño, será ya tarde. Es una desgracia muy grande, que nunca será tan lamentada como se merece.

Pues, sencillamente, fijándose en que ellos rehuyen del todo las fatigas y la cruz de mi humanidad, piensan que así podrán vivir una vida más dulce y más placentera, y luego se encuentran sumidos en nuevas angustias y tormentos. Rechazan mi yugo suave, me abandonan a mí, que soy el soberano Bien, y a la postre se encuentran con el soberano mal. Temen la niebla, y al huir de ella caen en plena tempestad. Y además de esto, por justo juicio de mi justicia, viven de continuo agobiados por el peso de mil géneros de miserias.




Yo siempre estoy pronto a darles la luz, con tal que ellos quieran sinceramente recibirla. Mis auxilios a nadie faltan, sino a aquellos que empiezan por faltarse ellos a sí propios; ni abandono sino a aquellos que antes se abandonan a sí mismos.

Tú bien sabes que el pecado, por su propia condición y naturaleza, turba el corazón, inquieta el espíritu, destruye la paz, la gracia, el pudor, y arrastra a una gran ceguera que hace al alma del todo desgraciada, apartándola de Dios y destituyéndola de sus auxilios.

Una mota de polvo, aunque sea blanco, oscurece la vista tanto como otra mota de ceniza. ¿Dónde piensas que podrás hallar más santidad y abnegación que en los Apóstoles? Y sin embargo, me fue preciso separarme de ellos para mejor prepararlos a recibir el Espíritu Santo. Y ¿cuánto más perjudicial será la presencia de los hombres que no la mía, pues ni uno sólo hay que pueda llevar las almas al cielo? Las heladas de la primavera no destruyen los brotes de las flores primeras con más crueldad que los amores y conversaciones mundanas destruyen el fervor de la vida religiosa.

¿Dónde están ahora aquellos antiguos conventos, que como viñedos floridos repartían por doquier el buen olor de las virtudes? ¿Dónde se encuentran aquellos vergeles amenos, aquellos paraísos de la tierra en los que Dios deseaba morar? Ahora están desprovistos de todos sus encantos, llenos solamente de abrojos y ortigas. ¿Qué se ha hecho de los buenos ejemplos de los santos, de sus lágrimas, de sus penitencias, de su contemplación, silencio, pobreza, obediencia y pureza de vida?

Pero lo más triste y sin remedio es que la tibieza es así como un estado natural. Cífrase toda religión y santidad en algunas apariencias exteriores y en algunas ceremonias, siendo así que no es esto exterior lo que constituye la interior hermosura de las almas.

¡Ay, ay!, ¡cuánto tiempo perdido en vanos pensamientos, en conversaciones inútiles, en lecturas frívolas, en fiestas y diversiones!

¿De qué les sirven las alegrías temporales, que pasan como si nunca hubieran existido? ¡Qué breve es una felicidad que conduce a una desventura sin fin! ¡Insensatos! ¿Qué ha sido de aquella vuestra invitación al placer cuando cantábais: apresuraos a gozar, jóvenes cuyo corazón siempre está pronto al regocijo, olvidemos todos los pesares, entreguémonos a las delicias del placer, sean para nosotros las flores, las rosas, la lozanía, los festines, los placeres de los sentidos y de la carne? Decidme: ¿qué os ha quedado entre las manos de todo esto?

Ahora sí que podéis ya exclamar: ¡Desgraciados de nosotros! ¡Mejor nos fuera no haber nacido! ¡Oh tiempo breve y miserable, cómo nos ha sorprendido la muerte, cómo hemos sido juguete del mundo, y al fin ha acabado por burlarse indignamente de nosotros! Todos los dolores más grandes y prolongados de la vida no son nada en comparación de lo que ahora padecemos. ¡Dichosos aquellos que nunca supieron de las alegrías del mundo, que nunca disfrutaron en él de un día próspero y tranquilo! Locos fuimos nosotros al pensar que Dios había abandonado a los que veíamos tristes y perseguidos, ahora son los que descansan en el seno de la eternidad, coronados de gloria y de honor, rodeados de los ángeles del Paraíso. ¡Qué son ya para ellos las penas que sufrieron en vida, los desprecios y persecuciones del mundo, pues que todo esto se ha trocado en una perfecta felicidad, en perpetuas alegrías!

¡Oh, angustia, dolor infinito, fin sin fin, muerte la más cruel de todas las muertes, muerte eterna que nunca acaba de matar! ¡Adiós, padre! ¡Adiós, madre!; ¡adiós, amigos míos, que nunca ya me alegraré con vosotros! ¡Separación terrible!, ¡cómo atormentas, cómo rompes el alma! ¡Oh rechinar de dientes, oh lágrimas, oh gemidos que de nada me serviréis! Caed sobre nosotros, montes y collados: ¿por qué no sepultáis entre vuestras ruinas a los que somos víctimas de tantas miserias?

Tiempo que pasas, ¡cómo ciegas los corazones! Todo esto me ha valido aquella mi juventud gastada en los goces de la carne y en los placeres de los sentidos. ¡Oh, vida perdida, incomprensible desventura! ¡Y ni siquiera un rayo de esperanza...!


¡Jesús mío!, mi único amor: tratadme en esta vida como os plazca, enviadme todas las cruces que tengáis por conveniente; pero no me abandonéis jamás. Heme aquí sumiso en absoluto a vuestra voluntad. Sólo os pido una cosa: que no permitáis que nunca pierda vuestra gracia cambiándola insensatamente por el pecado.

Beato Enrique Susón | Preparación: OratorioCarmelitano.com / OratorioCarmelitano.blogspot.com

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