Mientras la Semana Santa vivía su punto álgido en la ciudad, y mientras en el centro de la urbe se vivían momentos de aglomeración con los pasos procesionales entre la multitud, en el extrarradio, en un barrio no demasiado alejado de toda aquella muestra de folklore y religión (y en cierto modo, parafernalia a veces), un chico que no pasaría de la treintena preparaba una enorme bolsa, en cuyo interior guardaba todas sus pertenencias, sacaba una manta, abría la puerta de un cajero bancario, y se disponía a pasar la noche en su interior, para resguardarse del frío de fuera.
Pasé a su lado pensando qué irónico era que, mientras la mayoría del populacho se golpeaba el pecho y rendía culto a un cristo de madera, ante mí se encontraba, y no muy lejos de ellos, todo un Cristo de carne y hueso sin que nadie se diera cuenta ni le importase al pasar a su lado.