Mientras la Semana Santa vivía su punto álgido en la ciudad, y mientras en el centro de la urbe se vivían momentos de aglomeración con los pasos procesionales entre la multitud, en el extrarradio, en un barrio no demasiado alejado de toda aquella muestra de folklore y religión (y en cierto modo, parafernalia a veces), un chico que no pasaría de la treintena preparaba una enorme bolsa, en cuyo interior guardaba todas sus pertenencias, sacaba una manta, abría la puerta de un cajero bancario, y se disponía a pasar la noche en su interior, para resguardarse del frío de fuera.
Pasé a su lado pensando qué irónico era que, mientras la mayoría del populacho se golpeaba el pecho y rendía culto a un cristo de madera, ante mí se encontraba, y no muy lejos de ellos, todo un Cristo de carne y hueso sin que nadie se diera cuenta ni le importase al pasar a su lado.
Como hace siglos nos diría San Juan de la Cruz en su Subida del Monte Carmelo:
"Pues ¿qué diré de otros intentos que tienen algunos de intereses en las fiestas que celebran? Los cuales si tienen más el ojo y codicia a esto que al servicio de Dios, ellos se lo saben, y Dios, que lo ve. Pero en las unas maneras y en las otras, cuando así pasa, crean que más se hacen a sí la fiesta que a Dios; porque por lo que su gusto o el de los hombres hacen, no lo toma Dios a su cuenta, antes muchos se estarán holgando de los que comunican en las fiestas de Dios, y Dios se estará con ellos enojando; como lo hizo con los hijos de Israel cuando hacían fiesta cantando y bailando a su ídolo, pensando que hacían fiesta a Dios" (3S 38,3).
Y es que es bien cierto que, entre todas las procesiones de estos días, fervor popular, auténtico fervor religioso, hay bastante poco.
La mayoría miran o acuden a ver la procesión por ser una atracción turística, como si fueran a ver los toros o a ver fútbol. Solo hay que detenerse un poco y fijarse en quiénes acompañan los pasos, muchos de ellos no siguen las oraciones de los sacerdotes o religiosos, otros ni tan siquiera recuerdan ya cómo era eso de presignarse.
Así vividas, las procesiones son eso: un divertimento. Las madres les llevan los bocadillos y los refrescos para que los consuman sus hijos mientras procesionan, casi como si estuvieran de merienda, otros tienen más muestras de religiosidad, pero solo externa, no habrán pisado una iglesia desde hace años. Y otros acuden obligados para acompañar familiares, amigos, o para pasar un rato divertido, como si fueran a ver una cabalgata.
Mientras, el "auténtico Cristo", el Cristo de carne y hueso, yace tendido en solitario, sin nadie que le eche una mano ni le diga una palabra de aliento o consuelo, dentro de un cajero. Leyendo un libro en espera de que el sueño le venza. Con un poco de suerte, podrá dormir algunas horas esta noche. Si los que vienen "de procesión" no le despiertan.
| Redacción: Ludobian de Bizance
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