Semana en el Oratorio

Desprecio de los bienes mundanos

28.8.18

El combate espiritual. Tratado segundo: las tentaciones se convierten en bien



- Que Dios nos envía estas tentaciones para nuestro bien. -

Para entender más particularmente que las tentaciones nos vienen de Dios para nuestro bien, se debe considerar que el hombre por la depravada inclinación de la naturaleza corrompida es soberbio, ambicioso y amigo de su propio parecer, presumiendo siempre de sí mas de lo que verdaderamente es. Esta presunción es tan peligrosa para el progreso espiritual, que solamente el olor es suficiente para no dejarnos llegar a la perfección. Por esta causa Dios con la providencia y paternal cuidado que tiene de cada uno de nosotros, y particularmente de los que se han entregado de veras a su servicio, toma por su cuenta el ponerse en estado en que podamos salir de tan peligrosa ilusión, y vengamos como forzados a tener verdadero conocimiento de nosotros mismos, como hizo con el apóstol san Pedro, cuando permitió que lo negase (Matth. XXVI), para que de este modo se conociese a sí mismo, y perdiese esta peligrosa presunción, y no se fiase en adelante en sus propias fuerzas. Y con el apóstol san Pablo, cuando por preservativo de esta peste del alma, y del abuso que podía hacer de las altas revelaciones con que lo había favorecido, le dio una molestísima tentación (I Corinth., c. XII, 7), que le hiciese conocer la fragilidad y flaqueza natural, y lo tuviese sujeto y humilde. Dios, pues, compadeciéndose de nuestra miseria y perversa inclinación, permite que nos vengan estas tentaciones, y que tal vez sean horribles y formidables, para que nos humillemos y nos conozcamos bien, aunque nos parezca que nos son inútiles y de ningún provecho.

En esto se descubre su bondad y sabiduría infinita, pues con lo mismo que a nosotros nos parece mas nocivo, más nos aprovecha, ya que venimos a humillarnos y a confundirnos, que es lo que principalmente ha menester nuestra alma. Pues ordinariamente sucede, que el siervo de Dios que se halla en tal estado, juzga que las tentaciones, la indevoción, la tibieza y sequedad de espíritu que siente en sí, proceden únicamente de sus imperfecciones, y de que no puede haber persona alguna tan imperfecta y defectuosa como él, ni que sirva a Dios con tan grande tibieza y flojedad; y se persuade por tanto a que las imaginaciones y pensamientos que le combaten no vienen sino a las almas perdidas y desamparadas de Dios, y que por esta causa merece también la suya ser tratada con el mismo rigor y desamparo. De donde resulta, que el que antes presumía ser algo, después con esta amarga medicina que le ha venido del cielo se tiene por el peor hombre del mundo, y se considera indigno aun del nombre de cristiano; y no hubiera venido jamás a tan baja estimación o sentimiento de sí mismo, ni a tan profunda humildad, sin el remedio de estas amarguras y tentaciones extraordinarias, lo cual es una gracia muy singular que Dios hace en esta vida a las almas que se ponen y resignan enteramente en sus manos para que las cure de sus dolencias y enfermedades, como sea de su agrado, y con la medicina que solamente su Majestad conoce perfectamente que las es conveniente y necesaria para su salud y bien.




Y advierte, hijo mío, que el fruto y provecho que nos causan estas tentaciones y repugnancias interiores que nos ponen en sequedad, y destierran de nosotros todo lo que la devoción tiene de sensible, no es solamente la humildad, porque el alma que se halla en este estado de tribulación, se ve obligada a recurrir á Dios, y a procurar servirle con mayor cuidado y diligencia, como por remedio de este trabajo; y asimismo para librarse de semejante martirio, va examinando cuidadosamente su corazón, huyendo de las mas leves imperfecciones y culpas, y de todo lo que puede alejarla de Dios, y de este modo la tribulación que juzgaba tan contraria y nociva, le sirve de estímulo para buscar a Dios con mayor fervor, y huir de todo lo que juzga no ser conforme al beneplácito divino.

Y finalmente, todas estas aflicciones, amarguras y trabajos que el alma padece en estas tentaciones, todas estas tibiezas, sequedades, desolaciones y disgustos espirituales, no son otra cosa que un purgatorio amoroso, si se sufren con humildad y paciencia, y sirven para ganarnos en el cielo aquella corona que solamente se adquiere con ellas, tanto mas gloriosa, cuanto mayores hubieren sido estas tribulaciones y trabajos.

De esto conocerás claramente cuan poca razón tenemos de turbarnos y contristarnos de semejantes cosas, como sucede a las personas poco experimentadas, que lo que verdaderamente les viene de la mano de Dios, lo atribuyen al demonio, o a sus pecados e imperfecciones; y las señales y testimonios de amor los toman por indicios y demostraciones de odio, y las caricias y favores divinos piensan que son golpes que salen de un corazón colérico y enojado, y que todo lo que hacen y obran es perdido y sin algún mérito, y que esta pérdida no tiene remedio, porque si creyesen lo que verdaderamente sucede en estos casos, esto es, que no hay pérdida alguna, sino antes bien grandes ganancias (si el alma sabe valerse y aprovecharse de aquella ocasión, como puede siempre), y que todo esto es un claro argumento de la amorosa memoria que Dios tiene de nosotros, no sería posible que se inquietasen y perdiesen la paz por verse afligidos y atribulados de muchas imaginaciones y tentaciones, o por hallarse indevotos, áridos y secos en la oración y en los demás ejercicios.

Antes bien, con nueva perseverancia humillarían entonces sus almas en la presencia del Señor, proponiendo en todo y por todo hacer su beneplácito divino, procurando con suma diligencia conservarse pacíficos y tranquilos, tomando todas estas cosas de la mano de su Padre celestial, en la cual solamente está el cáliz que se les presenta; porque, o procedan del demonio, o de los hombres, o de los pecados, o de cualquier otra causa, semejantes tentaciones y molestias, Dios es siempre el que nos las envía, si bien nos las ofrece por varios medios, según su beneplácito. Porque a nosotros no llega sino solamente el mal de la pena, el cual viene de su mano, que nos lo ordena para nuestro bien: bien que el mal de la culpa que comete el prójimo cuando nos hace alguna injuria ó agravio, sea contrario a su voluntad, pero su divina Majestad se sirve de este instrumento para nuestra salud y beneficio, y así en lugar de entristecernos y turbarnos, debemos dar gracias a Dios con alegría y gozo interior, haciendo todo lo que pudiéremos con perseverancia y resolución, sin andar perdiendo el tiempo, y con él los muchos y grandes méritos que Dios quiere que adquiramos con las ocasiones y motivos que nos ofrece.

Lorenzo Scúpoli C. R. | Preparación: OratorioCarmelitano.com / OratorioCarmelitano.blogspot.com