Semana en el Oratorio

Desprecio de los bienes mundanos

20.6.18

El combate espiritual: meditar profundamente en la pasión del Señor


- De los diversos sentimientos afectuosos que se pueden sacar de la meditación de la pasión de Jesucristo. -

Todo lo que he dicho arriba en orden al modo de orar y meditar sobre la pasión del Señor, no se dirige sino a pedir favores y gracias; ahora, hija mía, quiero enseñarte el modo de sacar de la misma pasión diversos afectos.

Por ejemplo, si te propones por objeto de tu meditación la crucifixión de Jesucristo, podrás, entre otras maravillosas circunstancias de este misterio, considerar las siguientes:

1. El modo inhumano con que en el monte Calvario lo desnudaron de sus vestiduras las impías y crueles manos de los judíos, que le arrebataron con tanto furor la túnica, que por hallarse pegada a las llagas, se produjo un nuevo y muy acerbo dolor a su sacratísimo Cuerpo.




2. La sacrílega violencia con que le arrancaron la corona de espinas, rasgándole las heridas; y la desmedida crueldad con que se la volvieron a fijar en la cabeza, abriéndole llagas sobre llagas.

3. Cómo, para fijarlo en el árbol de la cruz, cual si fuera el más facineroso de los hombres, penetraron, a martillazos, con duros y agudos clavos, sus sagradas manos y pies, rompiendo con impiedad las venas y nervios de aquellos miembros divinos, formados por el Espíritu Santo.

4. Cómo no alcanzando a los agujeros que habían formado en la cruz, aquellas sacratísimas manos que fabricaron los cielos, tiraron de ellas con inaudita crueldad para hacerlas llegar (la Sábana Santa da muestra de ello -N. del Corrector.-); quedando aquel santísimo cuerpo, a quien estaba unida la Divinidad, tan descoyuntado y desconcertado, que se le pudieron contar todos los huesos (Psalm. XXI, 18).

5. Cómo estando pendiente de aquel duro leño, y sin otro apoyo que el de los clavos, se dilataron con un dolor indecible las heridas de su sagrado cuerpo con su misma gravedad y peso.

Si con estas consideraciones, o con otras semejantes, deseas excitar en tu corazón afectos del divino amor, procura, hija mía, pasar con la meditación a un sublime conocimiento de la bondad infinita de tu Salvador, que por tu amor quiso padecer tantas penas; pues a medida que se fuere aumentando en ti este conocimiento, crecerá tu amor.

De este mismo conocimiento de la suma bondad y amor infinito de Dios, sacarás una admirable disposición para formar actos fervientes de contrición y dolor de haber ofendido tantas veces, y con tanta ingratitud, a un Señor que, con excesos tan grandes de caridad y misericordia, se sacrificó por la satisfacción de tus ofensas.

Para formar y producir actos de esperanza, considera que el Señor, al sujetarse al rigor de tantos tormentos, y a la ignominia y oprobio de la cruz, no tuvo otro fin que exterminar el pecado del mundo, librarte de la tiranía del demonio, expiar tus culpas particulares, y reconciliarte con su eterno Padre (1 Joann. II), para que pudieras recurrir con confianza a su misericordia en todas tus necesidades.

Si después de haber considerado sus penas, consideras sus grandes y maravillosos efectos, si observas y adviertes que con su muerte quitó los pecados de todo el mundo (Hebr. II), satisfizo la deuda de la posteridad de Adán (Rom. V), aplacó la ira de su eterno Padre (Ephes. VI. – Coloss. I), confundió las potestades del infierno, triunfó de la muerte misma (Os. XIII), y llenó en el cielo las sillas de los ángeles rebeldes (Psalm. CIX), tu dolor se convertirá en alegría, y esta alegría se aumentará en tu corazón con la memoria de la que causó a toda la santísima Trinidad, a la bienaventurada Virgen María, a la Iglesia triunfante y a la militante, con la gran obra de la Redención del mundo.

Pero si quieres concebir un vivo dolor de tus pecados, aplica todos los puntos de tu meditación al único fin de persuadirte que Jesucristo no tuvo para padecer tantos tormentos, otro motivo que el de inspirarte un odio saludable de ti misma y de tus pasiones desordenadas, principalmente de las que te inducen a mayores faltas, y desagrada más a su infinita Bondad.

Si quieres entrar en sentimientos y afectos de admiración, considera qué cosa puede haber más digna de maravilla y de asombro, que ver al Creador del universo, al Autor de la vida, morir a manos de sus criaturas; ver la Majestad suprema, ultrajada y envilecida; la justicia, condenada; la hermosura en que se miran los cielos, escupida y desfigurada; el objeto del amor y de la complacencia del eterno Padre, hecho el objeto del odio de los pecadores; la luz inaccesible (I Tim. VI, 16) abandonada al poder de las tinieblas; la gloria, la felicidad increada, sepultada en el oprobio y la miseria.

Para moverte a la compasión de este Salvador divino y ejercitarte en ella, penetra por las llagas exteriores del cuerpo hasta las interiores de su alma santísima; y si por aquéllas sintiere tu corazón grandísima pena, maravilla será que por éstas no se haga pedazos de dolor.

Esta grande alma veía claramente la divina Esencia como ahora la ve en el cielo; conocía con altísima luz de amor la adoración y culto que merece de todas las criaturas; representábansele al mismo tiempo los pecados de todas las naciones, de todos los siglos, de todos los estados, de todas las condiciones, de todos los tiempos..., y distinguía con la vivacidad de su divina penetración el número, el peso, la calidad y las circunstancias de todos y de cada uno de ellos; y como amaba a Dios cuanto podía amarle un alma unida al Verbo, en la proporción a este amor era el odio que tenía a los pecados; y en la medida de este amor y de este odio era el dolor que causaban en su alma santísima las ofensas contra aquella Majestad infinita; y como ni la bondad de Dios ni la malicia del pecado nadie las puede conocer bien sino Dios, ningún entendimiento humano ni angélico puede formar una justa idea de cuán grande, cuán intenso y cuán incomprensible fuese el dolor que afligía la mente, el espíritu y el alma de Jesucristo.

Además de esto, hija mía, como este adorable Salvador amaba sin tasa ni medida a todos los hombres, en proporción a este excesivo amor era su dolor y amargura por los pecados que habían de separarlos de su alma santísima. Sabía que ningún hombre podía cometer algún pecado mortal sin destruir la caridad y la gracia, que es el vínculo con que están unidos espiritualmente con Él todos los justos; y esta separación era en el alma de Jesucristo mucho más sensible y dolorosa que lo es al cuerpo la de sus miembros cuando se apartan de su lugar propio y natural; porque como el alma es toda espiritual, y de una naturaleza más excelente y perfecta que el cuerpo, es más capaz de sentimiento y dolor. Pero la más sensible de todas sus aflicciones fue la que le ocasionaron los pecados de todos los réprobos, que no pudiendo de nuevo unirse con Él por la penitencia, habían de padecer en el infierno eternos tormentos.

Si a la vista de tantas penas sientes que tu corazón se mueve a la compasión de tu amado Jesús, entra más profundamente en la consideración de sus aflicciones, y hallarás que padeció dolores y penas incomprensibles, no solamente por los pecados que efectivamente has cometido, sino también por los que no has cometido jamás; porque nos mereció y alcanzó de su eterno Padre el perdón de unos y la preservación de los otros, con el precio infinito de su sangre.

No te faltarán, hija mía, otros motivos y consideraciones para condolerte con tu afligido Redentor; porque no ha habido ni habrá jamás algún dolor en criatura racional que no lo haya sentido en sí mismo; pues las injurias, las tentaciones, las ignorancias, las penitencias, las angustias y tribulaciones de todos los hombres afligieron más vivamente a Cristo, que a los mismos que las padecieron; porque vio perfectamente las infinitas aflicciones, espirituales y corporales de los hombres, hasta el mínimo dolor de cabeza; y con su inmensa caridad quiso padecerlas e imprimirlas todas en su piadosísimo corazón.

Pero, ¿quién podrá encarecer o ponderar dignamente cuán sensibles le fueron las penas y dolores de su Madre santísima? Porque en todos los modos y por todos los respectos que padeció Cristo, padeció igualmente y fue afligida esta Señora; y aunque no tan intensamente, en aquel grado fueron no obstante acerbísimas sus penas, y sobre toda comprensión (Luc. II, 35).

Estas penas renovaron las llagas internas de Jesús, penetrando, como otras tantas flechas encendidas de amor, su dulcísimo corazón. Por esta causa solía decir con santa simplicidad un alma muy favorecida de Dios, que el corazón de Jesús le parecía un infierno de penas voluntarias, donde no ardía otro fuego que el de la caridad.

Mas en fin, ¿cuál fue la causa y origen de tantos tormentos? Nuestros pecados. Por esto, hija mía, el mejor modo de compadecernos de Jesucristo crucificado, y demostrarle la gratitud y reconocimiento que le debemos, es dolernos de nuestras infidelidades puramente por su amor, aborrecer y detestar el pecado sobre todas las cosas, y hacer guerra continua a nuestros vicios como a sus más mortales enemigos; a fin de que, desnudándonos del hombre viejo, y vistiéndonos del nuevo, adornemos nuestras almas con las virtudes cristianas, que son las que forman su belleza y perfección.

Lorenzo Scúpoli C. R. | Preparación: OratorioCarmelitano.com / OratorioCarmelitano.blogspot.com

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