Semana en el Oratorio

Desprecio de los bienes mundanos

27.5.18

De las virtudes y de los vicios: Indiferencia culpable


La Indiferencia procede de la disipación y de la soberbia. La frialdad y la tibieza forman su atmósfera. Llega la Indiferencia a helar a tal grado el corazón, que nada es capaz de volverlo a la vida de la gracia.

Este horrible vicio acrecienta a la infidelidad y a la inconstancia y su sello es la ingratitud.

Un alma pecadora tiene remedio; una indiferente, no lo tiene. La indiferencia culpable es la reina de los vicios y lleva al alma a la impenitencia final, y de ésta al infierno.




Las almas pecadoras y aún obstinadas llegan a convertirse con un golpe de la gracia; pero las indiferentes llevan en su seno la sordera total, esa fatal insensibilidad para todo lo divino, que le cierra por completo las puertas del arrepentimiento y de la gracia.

Llegan las almas a esa letal indiferencia, cúspide que corona a todos los vicios, por la misma escala que ellos le proporcionan.

Satanás va conduciendo de la mano a esas desgraciadas almas hasta hacerlas tocar la cumbre maldita de la indiferencia. A ella llegan por la soberbia, lujuria e impureza con más prontitud que por otros vicios, pues estos principalmente hielan las almas y las sumergen en esa emponzoñada fuente de la glacial indiferencia.

La indiferencia mata los sentimientos santos en el alma, le quita la vida de la gracia y la hunde en una atmósfera tan especial cuanto venenosa de la cual jamás la deja salir.

No es ésta por cierto, la indiferencia santa que hace al alma pura entregarse totalmente a la voluntad divina: todo lo contrario, es la indiferencia maligna, nacida en un corazón infame y como injertado con todos los vicios.

A esta indiferencia la produce el pecado y él la alimenta, la hace crecer y desarrollarse para con ella dar muerte al alma infeliz que la lleva consigo.

A las almas indiferentes nada les conmueve en la vida espiritual. Ven los sacramentos santos y todo lo divino por los anteojos ahumados de la indiferencia. Ni se aterrorizan con las verdades eternas, ni se conmueven y derriten con la suavidad de mis ternuras y sacrificios por ellas mismas.

La soberbia las ha penetrado a tal grado que, sentadas en su trono, el mismo Dios que viniera a sus pies no las movería de su sitio. ¡Qué grande desorden existe dentro de esta glacial indiferencia que nada es capaz de disolver! ¡Cuánto debieran las almas librarse de ella! Y no se crea que de un golpe toma posesión del alma, no, va minándola poco a poco por los vicios que se llaman pequeños, y no lo son: por los respetos humanos, por la comodidad, molicie y delicadeza, por la debilidad y fragilidad, por la inconstancia y la cobardía, por la ociosidad y el fastidio, por la excusa y la mentira, por el cansancio y la susceptibilidad, por el fingimiento. hipocresía y disipación y, por fin, por el sensualismo completo y todos los otros vicios crecidos en malicia e intensidad.

Esta es la escala maldita por la cual el alma desgraciada sube a la indiferencia. ¡Y cuánta, cuánta existe en el mundo! Conduce a crímenes innumerables y el infierno se goza al ver cundiendo en las almas el indiferentismo religioso.

No tiene remedio la indiferencia sino es una total reforma interior de las almas, cosa bien difícil por cierto, si un torrente de especiales gracias no viene del cielo a conmoverlas.

v. Concepción Cabrera de Armida | Preparación: OratorioCarmelitano.com / OratorioCarmelitano.blogspot.com

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