Pocos cristianos, incluso entre los más fervorosos, poseen esta confianza que excluye toda ansiedad y toda hesitación. Son varias las causas de esta deficiencia.
El Evangelio narra que la pesca milagrosa dejó estupefacto a San Pedro. Con su impetuosidad habitual, él midió de un golpe de vista la distancia infinita que separaba la grandeza del Maestro de su propia pequeñez. Tembló de terror sagrado y prosternándose, rostro en tierra, exclamó: "Señor, apártate de mí, que soy hombre pecador".
Ciertas almas comparten con el Apóstol ese miedo. Sienten tan vivamente su indigencia y sus miserias, que apenas osan aproximarse a la Santidad misma. Les parece que un Dios tan puro debe sentir una insuperable repulsa al inclinarse hacia ellas. Triste impresión, que le da a la vida interior una actitud contrahecha y, a veces, la paraliza completamente.
¡Cómo se engañan estas almas! Jesús enseguida se aproximó al Apóstol sobrecogido de espanto: "No temas", le dijo, y le hizo levantarse.
¡Ustedes también, Cristianos, que han recibido tantas pruebas de su amor, no teman! Nuestro Señor recela, más que nada, que le tengan miedo. Vuestras imperfecciones, vuestras debilidades, vuestras faltas, aún las graves, vuestras recaídas tan frecuentes, nada lo desanimará, mientras ustedes deseen sinceramente convertirse.
Cuanto más miserables sean, más compasión Él tiene de vuestro infortunio, más desea cumplir, junto a ustedes, su misión de Salvador.
¿Acaso no vino a la tierra sobre todo por los pecadores?
P. Raymond de Thomas de Saint Laurent | Preparación: OratorioCarmelitano.com / OratorioCarmelitano.blogspot.com
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