Las consideraciones precedentes habrán parecido, tal vez, demasiado abstractas.
Sin embargo, era necesario que nos apoyásemos en ellas. De las mismas deduciremos las cualidades de la verdadera confianza.
La confianza, escribe el Padre Saint-Jure, es "firme, estable y constante en grado tan eminente, que nada en el mundo puede, no digo ya derrumbarla, sino perturbarla siquiera".
Imaginen los extremos más angustiantes en el orden temporal, las dificultades más insuperables en el orden espiritual: no alterarán la paz del alma que confía. Catástrofes imprevistas podrán amontonar alrededor de ella las ruinas de su felicidad; esa alma, más dueña de sí que el sabio antiguo, continuará calma: "De pie, impasible en medio de ruinas". (Horacio, oda 3 del libro III).
Se volverá sencillamente a Nuestro Señor: en Él se apoyará con certeza tanto mayor cuanto más privada se sienta de todo socorro humano. Rezará con ardor más vibrante y en las tinieblas de la probación continuará su camino, esperando en silencio la hora de Dios.
Una confianza así es poco frecuente, sin duda; pero si no alcanza ese mínimo de perfección, entonces, no merece el nombre de confianza.
Se encuentran, además, ejemplos sublimes en las Escrituras y en la vida de los santos. Herido en la fortuna, en la familia y en la carne, Job, reducido a la última indigencia, yacía sobre un muladar. Sus amigos, su propia mujer, le aumentaban el dolor por la crueldad de sus palabras. No obstante, él no se dejaba abatir; ninguna murmuración se mezclaba con sus gemidos. Le sostenían los pensamientos de la Fe.
"¡Aunque el mismo Señor me quitase la vida –decía- esperaría en Él!". (Job XIII, 13).
Confianza admirable que Dios recompensó magníficamente. La prueba cesó; Job recuperó la salud, ganó de nuevo fortuna considerable y tuvo una existencia más próspera que antes.
En uno de sus viajes, San Martín de Tours cayó en las manos de salteadores. Los bandidos lo despojaron; iban a matarlo cuando, súbitamente, tocados por la gracia del arrepentimiento o llevados por un pavor misterioso, le soltaron contra toda esperanza.
Se le preguntó más tarde al ilustre obispo si, en ese peligro inminente, no había sentido algún miedo. "Ninguno –respondió- yo sabía que la intervención divina era tanto más próxima cuanto más distantes los socorros humanos".
La mayoría de los cristianos no imitan, desafortunadamente, estos ejemplos.
Nunca se aproximan tan poco a Dios como en el tiempo de la prueba.
Muchos no dan este grito de socorro que Dios espera para venir en su auxilio.
¡Funesta negligencia! "La Providencia –decía fray Luis de Granada- quiere dar solución, ella misma, a las dificultades extraordinarias de la vida, mientras que deja a las causas segundas el cuidado de resolver las dificultades ordinarias". Pero es necesario pedir el auxilio divino. Esta ayuda Dios nos la da con gozo. "Al tomar la leche del ama, la criatura, lejos de incomodarla, la tranquiliza".
Otros cristianos, en las horas difíciles, rezan con fervor pero sin constancia. Si no son atendidos rápidamente, pasan de una esperanza exaltada a un abatimiento irracional.
No conocen los caminos de la gracia. Dios nos trata como niños: se hace el sordo, a veces, por el placer que siente de oírnos invocarlo. ¿Por qué desanimarse tan pronto, cuando convendría, al contrario, rogar con mayor insistencia? No es otra la doctrina enseñada por San Francisco de Sales: "La Providencia sólo aplaza su socorro para provocar nuestra confianza". "Si nuestro Padre celestial no concede siempre lo que pedimos, es para retenernos a sus pies y darnos ocasión de insistir con amorosa violencia junto a Él, como claramente mostró a los dos discípulos de Emaús, con los cuales sólo se detuvo al final del día y, aún así, forzado por ellos".
P. Raymond de Thomas de Saint Laurent | Preparación: OratorioCarmelitano.com / OratorioCarmelitano.blogspot.com
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