Semana en el Oratorio

Desprecio de los bienes mundanos

14.1.23

Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica



Desde el Grupo del Oratorio Carmelitano ya puedes obtener el Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, en su versión oficial de la librería Editrice Vaticana, y en su edición del año 2005. Este importante documento es uno de los libros de referencia para todo católico, y un recurso de gran valía para nuestra fe.

En el archivo que os ofrecemos dispondréis del Compendio en dos formatos, en pdf (para poder imprimirse en papel), y en .mobi (para poder leerlo como e-book).

"Subida al Monte Carmelo", de San Juan de la Cruz, actualizada (122)



5. El segundo grado de este daño privativo procede de este primero, el cual se da a entender en aquello que se sigue de la Escritura antes mostrada, a saber: "Se empachó, se engrosó y se dilató". Y así, este segundo grado es dilatación de la voluntad ya con más libertad en las cosas temporales, la cual consiste en no sentir ya tanto penar por irse hacia las criaturas, ni darle tanta importancia ya a dejarse arrojar al gozo y al gusto de los bienes creados. Y esto le surge de haber primero dado rienda al gozo porque, dándole lugar, se vino a engrosar el alma en él, como dice el texto, y aquella grosura de gozo y apetito le hizo dilatar y extender más la voluntad en las criaturas (nota del corrector: porque cuanto más uno se arroja a los brazos de los gustos temporales, menos satisfacción obtiene de éstos y, por lo tanto, le es necesario cada vez rebajarse más para lograr algo del gusto primero, por lo que acaba enviciándose completamente). Y esto trae consigo grandes daños, porque este grado segundo le hace apartarse de las cosas de Dios y santos ejercicios y no gustar de ellos, porque gusta de otras cosas y va dándose a muchas imperfecciones e impertinencias y gozos y vanos gustos.

6. Y al fin este segundo grado, cuando es consumado, quita a la persona los continuos ejercicios que tenía, y le empuja a que toda su mente y codicia ande ya en lo secular. Y ya los que están en este segundo grado no solamente tienen más oscurecido el juicio y entendimiento para conocer las verdades y la justicia como los que están en el primero, sino que van a más aún, y tienen ya mucha flojedad y tibieza y descuido en conocer la verdad y obrar en consecuencia, según de ellos dice Isaías (1, 23) por estas palabras: "Todos aman las dádivas y se dejan llevar de las retribuciones, y no juzgan al huérfano, y la causa de la viuda no llega a ellos para que de ella hagan caso". Lo cual no ocurre en ellos sin culpa, mayormente cuando les incumbe ocuparse de oficio de estas cosas (nota del corrector: muy cierto en el caso de abogados, procuradores, hombres de leyes, etc., que se dejan regalar y sobornar), porque ya los de este grado no carecen de malicia como los del primero carecen (nota del corrector: es decir, lo hacen siendo conscientes del mal que hacen, lo cual es una culpa y un pecado gravemente mayor). Y así, se van apartando más y más de la justicia y de las virtudes, porque van extendiendo más la voluntad en la afección y gusto de las criaturas. Por tanto, la propiedad de los de este grado segundo es una gran tibieza en las cosas espirituales y cumplir muy mal con ellas, ejercitándolas más por cumplimiento o por fuerza, o por el uso que tienen en ellas (nota del corrector: es decir, para su propio lucro), que por razón de amor.

7. El tercer grado de este daño privativo es dejar a Dios del todo, no procurando en cumplir su ley por no faltar a las cosas y bienes del mundo, dejándose caer en pecados mortales por la codicia. Y este tercer grado se nota en lo que se va siguiendo en la mencionada Escritura: "Dejó a Dios su hacedor" (Dt. 32, 15).
En este grado se contienen todas aquellas personas que de tal manera tienen las potencias del alma engolfadas en las cosas del mundo y riquezas y tratos, que no se dan nada por cumplir con lo que les obliga la ley de Dios, teniendo por tanto un gran olvido y torpeza acerca de lo que toca a su salvación, y tanta más viveza y sutileza acerca de las cosas del mundo. Tanto es así que a estos les llama Cristo en el Evangelio (Lc. 16, 8) 'hijos de este siglo', y dice de ellos que son más prudentes en sus tratos y agudos que los hijos de la luz en los suyos. Y así en lo de Dios no son nada y en lo del mundo lo son todo. Y estos propiamente son los avarientos, los cuales tienen ya tan extendido y derramado el apetito y gozo en las cosas creadas, y tan afectadamente, que no se pueden ver hartos, sino que antes su apetitoy su sed crece tanto más cuanto ellos están más apartados de la fuente que solamente los podría hartar, que es Dios. De estos dice el mismo Dios por Jeremías (2, 13) las siguientes palabras: "Me dejaron a mí, que soy fuente de agua viva, y cavaron para sí cisternas rotas, que no pueden retener aguas". Y esto es porque en las criaturas no halla el avaro con qué apagar su sed, sino más bien se encuentra que su sed y voracidad aumentan más y más. Estos son los que caen en mil maneras de pecados por amor de los bienes temporales, y son innumerables sus daños. Y de estos dice David (Sal. 72, 7): "Transierunt in affectum cordis" (nota del corrector: la traducción más correcta al español de este salmo sería "desvanécense las ilusiones del corazon", fiel retrato del soberbio, según el "Nuevo salterio de David", del doctor don A. M. García Blanco -1869-).

8. El cuarto grado de este daño privativo se muestra en lo último de la Escritura que estamos mencionando, la cual dice: "Y se alejó de Dios, su salud". A lo cual vienen a dar quienes se encuentran en el tercer grado que acabamos de mostrar porque, de no hacer caso en poner su corazón en la ley de Dios por causa de los bienes temporales, le viene el alejarse mucho de Dios el alma del avaro, según la memoria, entendimiento y voluntad, olvidándose del Señor como si no fuese su Dios. Esto es consecuencia, a fin de cuentas, de haber hecho para sí un dios al dinero y a los bienes temporales, como podemos leer en san Pablo (Col. 3, 5), diciendo que la avaricia es servidumbre de ídolos. Porque este cuarto grado llega hasta olvidar a Dios y poner el corazón, que normalmente debía ponerse en Dios, formal y establecidamente en el dinero, como si no tuviesen otro Dios.


13.1.23

"Subida al Monte Carmelo", de San Juan de la Cruz, actualizada (121)



CAPÍTULO 19.
Se explican los daños que se le pueden producir al alma si pone su gozo en los bienes temporales.


1. Si los daños que al alma cercan por poner el afecto de la voluntad en los bienes temporales hubiesemos de decir pormenorizadamente, ni tinta ni papel bastarían, y el tiempo sería corto. Porque desde muy poco puede llegar a grandes males y destruir grandes bienes. Es similar al efecto de una centella de fuego que, si no se apaga, se pueden encender grandes incendios que abrasen el mundo.
Todos estos daños tienen raíz y origen en un daño privativo principal que hay en este gozo, que es apartarse de Dios. Puesto que así como acercándose el alma al Señor por la afección de la voluntad (es decir, por la acción de controlar y reservarnos voluntariamente) de ahí le nacen todos los bienes, así apartándose de Él por esta afición de criatura (o en preferencia por las criaturas), dan en ella todos los daños y males a la medida del gozo y afección con que se junta con la criatura, porque eso es el apartarse de Dios. De donde, según el distanciamiento que cada uno hiciere de Dios en más o en menos grado, podrá entender ser sus daños en más o en menos extensiva o intensivamente, y de hecho la mayoría de las veces de ambas maneras de forma extensa, y de intenso sufrimiento.

2. Este daño privativo -privativo en el sentido de que nos hace carecer de un bien-, de donde decimos que nacen los demás privativos e impositivos -porque nos imponen un tipo de dolor o defecto-, tiene cuatro grados, uno peor que otro. Y cuando el alma llegare al cuarto -que es el grado más grave-, habrá llegado a todos los males y daños que se pueden decir en este caso. Estos cuatro grados nota muy bien Moises en el Deuteronomio (32, 15) por estas palabras, diciendo: "Se empachó el amado y dio trancos hacia atrás. Se empachó, se engrosó y se dilató. Dejó a Dios su hacedor, y se alejó de Dios, su salud".

3. El empacharse el alma que era amada antes de que ese empacho ocurriera, es engolfarse en este gozo de criaturas. Y de aquí sale el primer grado de este daño, que es volver atrás, lo cual es un embotamiento de la mente acerca de Dios, que le oscurece los bienes de Dios, como la niebla oscurece al aire para que no sea bien ilustrado de la luz del sol. Porque, por el mismo caso que el espiritual pone su gozo en alguna cosa y da rienda al apetito para impertinencias, se entenebrece acerca de Dios y anubla la sencilla inteligencia del juicio, según lo enseña el Espíritu Divino en el libro de la Sabiduría (4, 12), diciendo: "El uso y juntura de la vanidad y burla oscurece los bienes, y la instancia del apetito trastorna y pervierte el sentido y juicio sin malicia". Donde da a entender el Espíritu Santo que, aunque no haya malicia concebida en el entendimiento del alma -es decir, conscientemente-, sólo la concupiscencia y gozo de estas basta para hacer en esa alma este primer grado de daño, que es el embotamiento de la mente y la oscuridad del juicio para entender la verdad y juzgar bien de cada cosa tal como es.

4. No basta la santidad y el buen juicio que tenga el hombre, para que consiga dejar de caer en este daño si da lugar a la concupiscencia o gozo de las cosas temporales. Por eso dijo Dios por Moises (Ex. 23, 8), avisándonos, estas palabras: "No recibas dones, que hasta los prudentes ciegan". Y esto era hablando particularmente con los que habían de ser jueces, porque es menester tener el juicio limpio y despierto, lo cual no tendrían con la codicia y gozo de las dádivas. Y también por eso mandó Dios al mismo Moisés (Ex. 18, 21­22) que pusiese por jueces a los que aborreciesen la avaricia, con el fin de que no se les embotase el juicio con el gusto de las pasiones. Y así dice que no solamente no la quieran, sino más aún: que la aborrezcan. Porque, para defenderse uno perfectamente de la afección de amor, debe sustentarse en el aborrecimiento, defendiéndose por tanto con un contrario del otro (el aborrecimiento respecto del gusto, en este particular). Y así, la causa por la que el profeta Samuel fue siempre tan recto e ilustrado juez es porque, como él dijo en el libro de los Reyes (1 Re. 12, 3), nunca había recibido de nadie dádiva alguna.


12.1.23

"Subida al Monte Carmelo", de San Juan de la Cruz, actualizada (120)



4. Respecto a los hijos tampoco hay de qué gozarse, ni porque sean muchos, ni ricos, ni famosos, ni adornados de dones y gracias naturales y bienes de fortuna, sino en si sirven a Dios. Puesto que Absalón, hijo de David, ni su hermosura, ni su riqueza, ni su linaje le sirvió de nada, pues no sirvió a Dios (2 Sm. 14, 25) Por tanto, vana cosa fue haberse gozado de lo tal.
De donde se desprende que también es vana cosa desear tener hijos, como hacen algunos que hunden y alborotan al mundo con deseos de ellos, pues que no saben si serán buenos y servirán a Dios, y si el contento que de ellos esperan será dolor, y el descanso y consuelo que en su imaginación se suponen se trastocará en realidad en trabajo y desconsuelo, y la honra se volverá deshonra y ofender más a Dios con ellos, como hacen muchos, de los cuales dice Cristo (Mt. 23, 15) que cercan la mar y la tierra para enriquecerlos y hacerlos el doble hijos de la perdición de lo que fueron ellos.

5. Por tanto, aunque todas las cosas le sonrían al hombre y todas sucedan prósperamente, antes se debe recelar que gozarse, pues en aquello crece la ocasión y el peligro de olvidar a Dios y de ofenderle. Precisamente por eso dice Salomón que se recataba el, diciendo en el Eclesiastes (2, 2): "A la risa juzgué por error, y al gozo dije: '¿Por qué te engañas en vano?'", que es como si dijera: "Cuando las cosas me iban bien, tuve por engaño y error gozarme en ellas", porque un gran error es, sin duda, e insipiencia, la del hombre que se goza de lo que se le muestra alegre y risueño, no sabiendo de cierto que de allí se le sigue algún bien eterno (o tal vez un riesgo de pecado). El corazón del necio, dice el Sabio (Ecli. 7, 5), está donde está la alegría; mas el del sabio donde está la tristeza, porque la alegría ciega el corazón y no le deja considerar ni ponderar las cosas en su peso y su valía, y la tristeza hace abrir los ojos y mirar el provecho y daño de ellas. Y por todo ello es que, como también dice el mismo (7, 4), es mejor la aflicción que la risa, por tanto mejor es ir a la casa del llanto que a la del convite, porque en aquella se muestra el fin de todos los hombres, como también dice el Sabio (Ecli. 7, 3).

6. Respecto a gozarse sobre la mujer o sobre el marido, cuando claramente no saben si realmente sirven a Dios mejor en su casamiento y estado, también sería vanidad. En este caso antes debían tener confusión, por ser el matrimonio causa, como dice san Pablo (1 Cor. 7, 33­34) de que, por tener cada uno puesto el corazón en el otro, no le tengan entero con Dios. Por lo cual dice (1 Cor. 7, 27) que si te hallases libre de mujer, no quieras buscar mujer, y si llega el caso de que ya se tenga, conviene que sea con tanta libertad de corazón como si no la tuviese. Lo cual, juntamente con lo que hemos dicho de los bienes temporales, nos enseña el mismo santo (1 Cor. 7, 29­31) por estas palabras: "Esto es cierto lo que os digo, hermanos, que el tiempo es breve; lo que resta es que los que tienen mujeres sean como los que no las tienen; y los que lloran, como los que no lloran; y los que se gozan, como los que no se gozan; y los que compran, como los que no poseen; y los que usan de este mundo, como los que no lo usan".
Y así, no se ha de poner el gozo en otra cosa más que en lo que toca a servir a Dios, porque lo demás es vanidad y materia sin provecho, pues el gozo que no es según Dios no le puede aprovechar al alma.


11.1.23

"Subida al Monte Carmelo", de San Juan de la Cruz, actualizada (119)



CAPÍTULO 18.
Se explica cómo ha de tomarse el gozo respecto a los bienes temporales para dirigirnos a Dios.


1. El primer género de bienes que dijimos son los temporales. Por bienes temporales entendemos aquí riquezas, estados, oficios y otras pretensiones, e hijos, parientes, casamientos, etc.; todas las cuales son cosas de las que se puede gozar la voluntad.
Pero hasta qué extremo es vano el gozarse con las riquezas, títulos, estados, oficios, y otras cosas semejantes que suelen las gentes pretender y por las que se suelen desvivir está claro porque, si por ser el hombre más rico fuera más siervo de Dios, nos deberíamos entonces gozar en las riquezas. Sin embargo más bien le son antes causa para ofender al Señor, según lo enseña el Sabio (Ecle. 11, 10), diciendo: "Hijo, si fueses rico, no estarás libre de pecado". Que, aunque es verdad que los bienes temporales, de suyo necesariamente no hacen pecar, sí producen pecado debido a que ordinariamente con flaqueza de afición se hace el corazón del hombre a ellos y falta a Dios, lo cual es pecado. Porque es pecado el faltar a Dios, por eso dice el Sabio que no se estará libre de pecado.
Precisamente por eso el Señor las llamó en el Evangelio "espinas" (Mt. 13, 22; Lc. 8, 14), para dar a entender que el que las manoseare con la voluntad quedará herido de algún pecado. Y aquella exclamación que hace en el Evangelio por san Lucas, tan para temer, diciendo (Lc. 18, 24): "¡Cuán dificultosamente entrarán en el reino de los cielos los que tienen riquezas!", es a saber, el gozo en ellas, bien da a entender que no se debe el hombre gozar en las riquezas, puesto que se expone a tanto y tan grave peligro. Con el fin de apartarnos de ese peligro dijo también David (Sal. 61, 11): "Si abundaren las riquezas, no pongáis en ellas el corazón".

2. Y no quiero traer aquí más testimonios en algo que es tan claro, ya que tampoco acabaría de alegar Escritura ya que ¿cuándo acabaría de decir los males que de ellas expone Salomón en el Eclesiastes? El cual, como hombre que habiendo tenido muchas riquezas y sabiendo bien lo que eran, dijo que todo cuanto había debajo del sol era vanidad de vanidades, aflicción de espíritu y vana solicitud de ánimo (1, 14); y que el que ama las riquezas no sacará fruto de ellas (5, 9); y que las riquezas se guardan para mal de su señor (5, 12), según se ve en el Evangelio (Lc. 12, 20), donde a aquel que se gozaba porque tenía almacenada una gran cosecha para muchos años, se le dijo del cielo: "Necio, esta noche te pedirán el alma para que venga a cuenta, y lo que atesoraste, ¿para quién será?". Y finalmente cómo David (Sal. 48, 17­19) nos enseña lo mismo, diciendo que no tengamos envidia cuando nuestro vecino se enriqueciere, pues no le aprovechará nada para la otra vida, dando allí a entender que antes le podríamos tener lástima que otra cosa.

3. Con todo ello queda patente, pues, que el hombre ni se ha de gozar de las riquezas cuando las tiene él ni cuando las tiene su hermano, sólo le resultan útiles si con ellas sirven a Dios (nota del corrector: servir a Dios se entiende también hacer actos de caridad por los hermanos, principalmente). Porque si por alguna vía se sufre gozarse en ellas (nota del corrector: nótese que aquí el santo carmelita utiliza específica y explícitamente la palabra "sufrir", es decir, es un "gozo sufriente", se goza, en cierta forma, sufriéndolas), que es la manera en como se han de gozar las riquezas, es cuando se éstas expenden (nota del corrector: es decir, se dan, se ofrecen, se distribuyen como limosna) y emplean en servicio de Dios, ya que de otra manera no sacará de ellas provecho.
Y lo mismo se ha de entender de los demás bienes de títulos, estados, posición social, privilegios, oficios, etc., en todo lo cual es vano el gozarse sino en si en ello se sirve más a Dios y llevan a facilitarnos un camino más seguro para la vida eterna. Y dado que claramente uno no puede saber si es realmente así, que nuestras riquezas sirvan más a Dios, etc., vana cosa sería gozarse concretamente sobre estos bienes materiales, porque no puede ser razonable el tal gozo pues que, como dice el Señor (Mt. 16, 26): "Aunque gane todo el mundo, puede uno perder su alma". No hay, pues, de qué gozarse, excepto sola y únicamente si nos resultan útiles para servir más a Dios.