Semana en el Oratorio

Desprecio de los bienes mundanos

13.1.23

"Subida al Monte Carmelo", de San Juan de la Cruz, actualizada (121)



CAPÍTULO 19.
Se explican los daños que se le pueden producir al alma si pone su gozo en los bienes temporales.


1. Si los daños que al alma cercan por poner el afecto de la voluntad en los bienes temporales hubiesemos de decir pormenorizadamente, ni tinta ni papel bastarían, y el tiempo sería corto. Porque desde muy poco puede llegar a grandes males y destruir grandes bienes. Es similar al efecto de una centella de fuego que, si no se apaga, se pueden encender grandes incendios que abrasen el mundo.
Todos estos daños tienen raíz y origen en un daño privativo principal que hay en este gozo, que es apartarse de Dios. Puesto que así como acercándose el alma al Señor por la afección de la voluntad (es decir, por la acción de controlar y reservarnos voluntariamente) de ahí le nacen todos los bienes, así apartándose de Él por esta afición de criatura (o en preferencia por las criaturas), dan en ella todos los daños y males a la medida del gozo y afección con que se junta con la criatura, porque eso es el apartarse de Dios. De donde, según el distanciamiento que cada uno hiciere de Dios en más o en menos grado, podrá entender ser sus daños en más o en menos extensiva o intensivamente, y de hecho la mayoría de las veces de ambas maneras de forma extensa, y de intenso sufrimiento.

2. Este daño privativo -privativo en el sentido de que nos hace carecer de un bien-, de donde decimos que nacen los demás privativos e impositivos -porque nos imponen un tipo de dolor o defecto-, tiene cuatro grados, uno peor que otro. Y cuando el alma llegare al cuarto -que es el grado más grave-, habrá llegado a todos los males y daños que se pueden decir en este caso. Estos cuatro grados nota muy bien Moises en el Deuteronomio (32, 15) por estas palabras, diciendo: "Se empachó el amado y dio trancos hacia atrás. Se empachó, se engrosó y se dilató. Dejó a Dios su hacedor, y se alejó de Dios, su salud".

3. El empacharse el alma que era amada antes de que ese empacho ocurriera, es engolfarse en este gozo de criaturas. Y de aquí sale el primer grado de este daño, que es volver atrás, lo cual es un embotamiento de la mente acerca de Dios, que le oscurece los bienes de Dios, como la niebla oscurece al aire para que no sea bien ilustrado de la luz del sol. Porque, por el mismo caso que el espiritual pone su gozo en alguna cosa y da rienda al apetito para impertinencias, se entenebrece acerca de Dios y anubla la sencilla inteligencia del juicio, según lo enseña el Espíritu Divino en el libro de la Sabiduría (4, 12), diciendo: "El uso y juntura de la vanidad y burla oscurece los bienes, y la instancia del apetito trastorna y pervierte el sentido y juicio sin malicia". Donde da a entender el Espíritu Santo que, aunque no haya malicia concebida en el entendimiento del alma -es decir, conscientemente-, sólo la concupiscencia y gozo de estas basta para hacer en esa alma este primer grado de daño, que es el embotamiento de la mente y la oscuridad del juicio para entender la verdad y juzgar bien de cada cosa tal como es.

4. No basta la santidad y el buen juicio que tenga el hombre, para que consiga dejar de caer en este daño si da lugar a la concupiscencia o gozo de las cosas temporales. Por eso dijo Dios por Moises (Ex. 23, 8), avisándonos, estas palabras: "No recibas dones, que hasta los prudentes ciegan". Y esto era hablando particularmente con los que habían de ser jueces, porque es menester tener el juicio limpio y despierto, lo cual no tendrían con la codicia y gozo de las dádivas. Y también por eso mandó Dios al mismo Moisés (Ex. 18, 21­22) que pusiese por jueces a los que aborreciesen la avaricia, con el fin de que no se les embotase el juicio con el gusto de las pasiones. Y así dice que no solamente no la quieran, sino más aún: que la aborrezcan. Porque, para defenderse uno perfectamente de la afección de amor, debe sustentarse en el aborrecimiento, defendiéndose por tanto con un contrario del otro (el aborrecimiento respecto del gusto, en este particular). Y así, la causa por la que el profeta Samuel fue siempre tan recto e ilustrado juez es porque, como él dijo en el libro de los Reyes (1 Re. 12, 3), nunca había recibido de nadie dádiva alguna.







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