Semana en el Oratorio

Desprecio de los bienes mundanos

6.10.22

Tened encendidas las lámparas



¿Qué hay que hacer para vencer la debilidad del alma? Para ello hay dos medios: oración y el desprendimiento de sí. El Señor Jesús nos recomienda velar. Es preciso velar si queremos que nuestro corazón sea puro, pero hay que hacerlo en paz para que nuestro corazón quede influenciado. Porque puede estar influenciado por cosas buenas o por cosas malas, interior o exteriormente. Así pues, es preciso velar.

Habitualmente, la inspiración de Dios es una gracia discreta: no debemos rechazarla; si nuestro corazón no está atento, la gracia se retira. La inspiración divina es muy precisa; igual que el escritor dirige su pluma, así la gracia de Dios dirige al alma. Intentemos, pues, llegar a un mayor recogimiento interior.

El Señor quiere que deseemos, amarle. El alma que permanece en vela se da cuenta cuando cae y que, por sí sola, no puede evitar caer; por eso siente necesidad de la oración. La súplica está fundada sobre la certeza de que, por nosotros mismos, nada podemos hacer, pero que Dios lo puede todo. La oración es necesaria para obtener luz y fuerza.


San Maximiliano Kolbe
Franciscano polaco, apóstol del Corazón Inmaculado de María, fundó la Ciudad de la Inmaculada (Niepokalanów). Murió mártir de la caridad en el campo de concentración de Auschwitz (1894 - 1941)



"Subida al Monte Carmelo", de San Juan de la Cruz, actualizada (22)



CAPÍTULO 6.
Se muestran los dos daños principales que causan los apetitos en el alma, el uno privativo y el otro impositivo.


1. Y para que más clara y abundantemente se entienda lo dicho, será bueno poner aquí y decir cómo estos apetitos causan en el alma dos daños principales: el uno es que la privan del espíritu de Dios, y el otro es que al alma en que viven la cansan, atormentan, oscurecen, ensucian y enflaquecen y la hieren, según lo dice Jeremías, capítulo segundo (v. 13): "Me dejaron a mí, que soy fuente de agua viva, y cavaron para sí cisternas rotas, que no pueden tener agua". Esos dos males, conviene a saber: privación e imposición, los causan cualquier acto desordenado del apetito.
Y, primeramente, hablando del privativo, claro está que, por el mismo caso que el alma se aficiona a una cosa que cae debajo de nombre de criatura, cuanto aquel apetito tiene de más entidad en el alma, tiene ella de menos capacidad para Dios, por cuanto no pueden caber dos contrarios, según dicen los filósofos, en un sujeto, y también explicamos en el capítulo cuarto. Y afición de Dios y afición de criatura son contrarios, por lo que no caben en una voluntad afición hacia las criaturas y afición hacia Dios. Porque ¿qué tiene que ver criatura con Criador, sensual con espiritual, visible con invisible, temporal con eterno? ¿Manjar celestial puro espiritual con el manjar del sentido puro sensual? ¿Desnudez de Cristo con apego en alguna cosa?

2. Por tanto, así como en la generación natural no se puede introducir una forma sin que primero se expulse del sujeto la forma contraria que precede, la cual mientras esté presente es impedimento de la otra por la contrariedad que tienen las dos entre sí, así, en tanto que el alma se sujeta al espíritu sensual, no puede entrar en ella el ser puro espiritual. Que, por eso, dijo Nuestro Salvador por san Mateo (15, 26): "No es cosa conveniente tomar el pan de los hijos y darlo a los perros". Y también en otra parte dice por el mismo evangelista (7, 6): "No queráis dar lo santo a los perros". En dichas palabras compara Nuestro Señor al que, negando los apetitos de las criaturas, se disponen para recibir el espíritu de Dios puramente, a los hijos de Dios; y a los que quieren saciar su apetito en las criaturas, a los perros, porque a los hijos les es dado comer con su Padre a la mesa y de su plato, que es apacentarse de su espíritu, y a los canes las migajas que caen de la mesa.

3. En lo cual es de saber que todas las criaturas son migajas que cayeron de la mesa de Dios. Por tanto, justamente es llamado perro el que anda alimentándose y saciando sus ansias con las criaturas, y por eso se les quita el de los hijos, pues ellos no se quieren levantar de las migajas de las criaturas a la mesa del espíritu increado de su Padre. Y por eso justamente, como perros, siempre andan hambrientos y ansiosos, porque el comer las migajas más sirven para avivar el apetito que para satisfacer el hambre. Y así, de ellos dice David (Sal. 58, 15­16): "Ellos padecerán hambre como perros y rodearán la ciudad y, como no se podrán hartar, murmurarán". Porque este es el síntoma del que tiene apetitos, que siempre está descontento y disgustado, como el que tiene hambre. Pues, ¿qué tiene que ver el hambre que producen todas las criaturas, con la hartura que causa el espíritu de Dios? Por eso, no puede entrar esta hartura increada en el alma si no se echa primero el hambre que se ha despertado hacia el apetito de lo terreno pues, como hemos dicho, no pueden morar dos contrarios en un sujeto, los cuales en este caso son hambre y hartura.

4. Por lo dicho se verá cuánto más hace Dios en limpiar y purgar una alma de estas contrariedades, que en criarla de la nada. Porque estas contrariedades de afectos y apetitos contrarios más opuestas y resistentes son a Dios que la nada, ya que ésta no resiste. Basten pues estas palabras acerca del primer daño principal que hacen al alma los apetitos, que es resistir al espíritu de Dios, por todo cuanto acabamos ya de mencionar abundantemente sobre este aspecto.


5.10.22

"Subida al Monte Carmelo", de San Juan de la Cruz, actualizada (21)



5. Ya se sabe bien por experiencia que cuando una voluntad se aficiona a una cosa, la tiene en más que otra cualquiera aunque sea mucho mejor, no gustándole tanto como la otra. Y si de una y de otra quiere gustar, a la más principal por fuerza ha de hacer agravio, pues hace entre ellas igualdad cuando en realidad una de ellas es mejor. Y por cuanto no hay cosa que iguale con Dios, mucho agravio hace a Dios el alma que con Él ama otra cosa o se hace a ella. Y pues esto es así, ¿que sería entonces si incluso la amase más que a Dios?

6. Esto tambien es lo que se denotaba cuando mandaba Dios a Moises (Ex. 34, 3) que subiese al monte a hablar con Él. Le mandó que no solamente subiese Él solo, dejando abajo a los hijos de Israel, sino aún que ni las bestias paciesen de frente del monte. Dando por esto a entender que el alma que hubiere de subir a este monte de perfección a comunicar con Dios, no sólo ha de renunciar a todas las cosas y dejarlas abajo, más también los apetitos, que son las bestias, no las ha de dejar apacentar de contra de este monte, esto es, en otras cosas que no son Dios puramente, en el cual todo apetito cesa así, en estado de la perfección. Y así es menester que el camino y subida para Dios sea un ordinario cuidado de hacer cesar y mortificar los apetitos; y tanto más presto llegará el alma, cuanto más prisa en esto se diere. Mas hasta que cesen esos apetitos no llegará, aunque más virtudes ejercite, porque le falta el conseguirlas en perfección, la cual consiste en tener el alma vacía y desnuda y purificada de todo apetito. De lo cual también tenemos figura muy viva en el Genesis (35, 2), donde se lee que, queriendo el patriarca Jacob subir al monte Betel a edificar allí a Dios un altar, en que le ofreció sacrificio, primero mandó a toda su gente tres cosas: la una, que arrojasen de sí todos los dioses extraños; la segunda, que se purificasen; la tercera, que mudasen sus vestiduras.

7. En estas tres cosas se da a entender a toda alma que quiere subir a este monte a hacer de sí mismo altar en él, y que aspire a ofrecer a Dios sacrificio de amor puro y alabanza y reverencia pura que, antes de que suba a la cumbre del monte ha de haber perfectamente hecho las tres cosas mencionadas.
Lo primero, que arroje todos los dioses ajenos, que son todas las extrañas aficiones y apegos.
Y lo segundo, que se purifique del poso que han dejado en el alma los dichos apetitos con la noche oscura del sentido que indicamos, negándolos y arrepintiéndose ordinariamente.
Y lo tercero que ha de tener para llegar a este alto monte son las vestiduras mudadas. Las cuales, mediante la obra de las dos cosas primeras, se las mudará Dios de viejas en nuevas, poniendo en el alma un nuevo ya entender de Dios en Dios, dejando el viejo entender de hombre, y un nuevo amar a Dios en Dios, desnuda ya la voluntad de todos sus viejos quereres y gustos de hombre, e introduciendo en el alma una nueva experiencia, echadas ya otras ideas e imágenes viejas aparte, haciendo cesar todo lo que es de hombre viejo (cf. Col. 3, 9), que es la habilidad del ser natural, y vistiendose de nueva habilidad sobrenatural según todas sus potencias. De manera que su obrar ya de humano se haya vuelto en divino, que es lo que se alcanza en estado de unión, en el cual el alma no sirve de otra cosa sino de altar, en que Dios es adorado en alabanza y amor, y sólo Dios en ella está. Que, por eso, mandaba Dios (Ex. 27, 8) que el altar donde había de estar el arca del Testamento estuviese vacío en su interior, para que entienda el alma cuán vacía la quiere Dios de todas las cosas, para que sea altar digno donde esté Su Majestad. En ese altar tampoco permitía ni que hubiese fuego ajeno, ni que faltase jamás el propio; tanto, que, porque Nadab y Abiud, que eran dos hijos del sumo sacerdote Aarón, ofrecieron fuego ajeno en su altar, enojado, Nuestro Señor los mató allí delante del altar (Lv. 10, 1). Para que entendamos que en el alma ni ha de faltar amor de Dios para ser digno altar, ni tampoco otro amor ajeno se ha de mezclar.

8. No consiente Dios a otra cosa morar consigo en el mismo espacio. De donde se lee en el libro primero de los Reyes (5, 2­4) que, metiendo los filisteos al arca del Testamento en el templo donde estaba su ídolo, amanecía el ídolo cada día arrojado en el suelo y hecho pedazos. Y sólo aquel apetito consiente y quiere que haya donde Él está el guardar la ley de Dios perfectamente y llevar la Cruz de Cristo sobre sí. Y así, no se dice en la sagrada Escritura divina (Dt. 31, 26) que mandase Dios poner en el arca donde estaba el maná otra cosa, sino el libro de la Ley y la vara de Moises, que significa la Cruz. Porque el alma que otra cosa no pretendiere que guardar perfectamente la ley del Señor y llevar la cruz de Cristo, será arca verdadera, que tendrá en sí el verdadero maná, que es Dios, si viene a tener en sí esta ley y esta vara perfectamente, sin otra cosa alguna con ellas (cf. Núm. 17; Heb. 9, 4).

4.10.22

La puerta del camino



Voz cadenciosa de mi Padre amado, que va besando y cierra cada herida; bella y blanca azucena, florecida, fluir de un río que traspasa el vado.

Sueño de eternidad, cielo estrellado, dulzura de esperanza renacida. Pan que sustenta al alma adormecida, todo en el corazón, trigo dorado.

Lejos de mí la angustia del destino, no más dolor, ni dudas, ni tibieza. Se abrió, por fin, la puerta del camino...

...que, entre sombras y luchas de tristeza, la luz me deslumbró de un Sol divino, ¡y me abrasé en su amor, todo belleza!

"Subida al Monte Carmelo", de San Juan de la Cruz, actualizada (20)



CAPÍTULO 5.
Se continúa mostrando por la autoridad de la Sagrada Escritura y demás eminentes y confiables fuentes, cuán necesario es para el alma ir a Dios en esta noche oscura de la mortificación del apetito en todas las cosas.

1. Por lo dicho se puede atisbar, de alguna manera, la distancia que hay de todo lo que las criaturas son en sí a lo que Dios es en sí, y cómo las almas que en alguna de ellas ponen su afición, esa misma distancia tienen de Dios; pues, como habemos dicho, el amor hace igualdad y semejanza entre los amantes. Esta distancia, al apreciarla bien san Agustín, decía hablando con Dios en los Soliloquios: "Miserable de mí, ¿cuándo podrá mi cortedad e imperfección convenir con tu rectitud? Tú verdaderamente eres bueno, y yo malo; tú piadoso y yo impío; tú santo, yo miserable; tú justo, yo injusto; tú luz, yo ciego; tú vida, yo muerte; tú medicina, yo enfermo; tú suma verdad, yo toda vanidad". Ni más ni menos que todo eso comenta este gran Santo.

2. Por tanto, es suma ignorancia del alma pensar que podrá pasar a ese estado tan elevado de unión con Dios si primero no vacía el apetito de todas las cosas naturales y sobrenaturales que le pueden impedir, según más adelante declararemos; pues es suma la distancia que hay de ellas a lo que en este estado se da, ya que es puramente transformación en Dios. Que, por eso, Nuestro Señor, enseñándonos este camino, dijo por san Lucas (14, 33): "El que no renuncia a todas las cosas que con la voluntad posee, no puede ser mi discípulo". Y esto está claro, porque la doctrina que el Hijo de Dios vino a enseñar fue el menosprecio de todas las cosas para poder recibir el aprecio del espíritu de Dios en sí; porque, en tanto que de ellas no se deshiciere el alma, no tiene capacidad para recibir el espíritu de Dios en pura transformación.

3. De esto tenemos figura en el Exodo (c. 16), donde se lee que no dio Dios el manjar del cielo, que era el maná, a los hijos de Israel hasta que les faltó la harina que ellos habían traído de Egipto. Dando por esto a entender que primero conviene renunciar a todas las cosas, porque este manjar de ángeles no conviene al paladar que quiere tomar sabor en el convite de los hombres. Y no solamente se hace incapaz del espíritu divino el alma que se detiene y apacienta en otros extraños gustos, sino que además enojan mucho a la Majestad Divina los que, pretendiendo el manjar de espíritu, no se contentan con sólo Dios, sino que se quieren deleitar a la vez con el apetito y afición de otras cosas. Lo cual tambien se echa de ver en este mismo libro de la Sagrada Escritura (Ex. 16, 8­13), donde también se dice que, no estando los israelitas contentos con aquel manjar tan sencillo, apetecieron y pidieron manjar de carne, y que Nuestro Señor se enojó gravemente que quisiesen ellos mezclar un manjar tan bajo y tosco con un manjar tan alto y sencillo el cual, y aunque lo era, tenía en sí el sabor y sustancia de todos los manjares. Por lo cual, aún teniendo ellos los bocados en las bocas, según dice tambien David (Sal. 77, 31): "descendió la ira de Dios sobre ellos", echando fuego del cielo y abrasando muchos millares de personas, teniendo por cosa indigna que tuviesen ellos apetito de otro manjar dándoseles el manjar del cielo.

4. ¡Oh si supiesen los espirituales cuánto bien pierden y abundancia de espíritu por no querer ellos acabar de abandonar su apetito por niñerías, y cómo hallarían en este sencillo manjar del espíritu el gusto de todas las cosas si ellos no quisieren gustar las mundanas! Pero no saborean ese divino manjar, y la causa por la que los israelitas no recibían el gusto de todos los manjares que había en el maná era porque ellos no centraban su apetito solamente en él. De manera que no lograban hallar en el maná todo el gusto y fortaleza que ellos podrían tener no porque en el maná no la hubiese, sino porque ellos querían y se desviaban a otras viandas. Así, el que quiere amar otra cosa juntamente con Dios, sin duda es tener en poco a Dios, porque pone en una balanza con Dios lo que sumamente, como ya hemos dicho, dista de Dios.