Semana en el Oratorio

Desprecio de los bienes mundanos

6.10.22

"Subida al Monte Carmelo", de San Juan de la Cruz, actualizada (22)



CAPÍTULO 6.
Se muestran los dos daños principales que causan los apetitos en el alma, el uno privativo y el otro impositivo.


1. Y para que más clara y abundantemente se entienda lo dicho, será bueno poner aquí y decir cómo estos apetitos causan en el alma dos daños principales: el uno es que la privan del espíritu de Dios, y el otro es que al alma en que viven la cansan, atormentan, oscurecen, ensucian y enflaquecen y la hieren, según lo dice Jeremías, capítulo segundo (v. 13): "Me dejaron a mí, que soy fuente de agua viva, y cavaron para sí cisternas rotas, que no pueden tener agua". Esos dos males, conviene a saber: privación e imposición, los causan cualquier acto desordenado del apetito.
Y, primeramente, hablando del privativo, claro está que, por el mismo caso que el alma se aficiona a una cosa que cae debajo de nombre de criatura, cuanto aquel apetito tiene de más entidad en el alma, tiene ella de menos capacidad para Dios, por cuanto no pueden caber dos contrarios, según dicen los filósofos, en un sujeto, y también explicamos en el capítulo cuarto. Y afición de Dios y afición de criatura son contrarios, por lo que no caben en una voluntad afición hacia las criaturas y afición hacia Dios. Porque ¿qué tiene que ver criatura con Criador, sensual con espiritual, visible con invisible, temporal con eterno? ¿Manjar celestial puro espiritual con el manjar del sentido puro sensual? ¿Desnudez de Cristo con apego en alguna cosa?

2. Por tanto, así como en la generación natural no se puede introducir una forma sin que primero se expulse del sujeto la forma contraria que precede, la cual mientras esté presente es impedimento de la otra por la contrariedad que tienen las dos entre sí, así, en tanto que el alma se sujeta al espíritu sensual, no puede entrar en ella el ser puro espiritual. Que, por eso, dijo Nuestro Salvador por san Mateo (15, 26): "No es cosa conveniente tomar el pan de los hijos y darlo a los perros". Y también en otra parte dice por el mismo evangelista (7, 6): "No queráis dar lo santo a los perros". En dichas palabras compara Nuestro Señor al que, negando los apetitos de las criaturas, se disponen para recibir el espíritu de Dios puramente, a los hijos de Dios; y a los que quieren saciar su apetito en las criaturas, a los perros, porque a los hijos les es dado comer con su Padre a la mesa y de su plato, que es apacentarse de su espíritu, y a los canes las migajas que caen de la mesa.

3. En lo cual es de saber que todas las criaturas son migajas que cayeron de la mesa de Dios. Por tanto, justamente es llamado perro el que anda alimentándose y saciando sus ansias con las criaturas, y por eso se les quita el de los hijos, pues ellos no se quieren levantar de las migajas de las criaturas a la mesa del espíritu increado de su Padre. Y por eso justamente, como perros, siempre andan hambrientos y ansiosos, porque el comer las migajas más sirven para avivar el apetito que para satisfacer el hambre. Y así, de ellos dice David (Sal. 58, 15­16): "Ellos padecerán hambre como perros y rodearán la ciudad y, como no se podrán hartar, murmurarán". Porque este es el síntoma del que tiene apetitos, que siempre está descontento y disgustado, como el que tiene hambre. Pues, ¿qué tiene que ver el hambre que producen todas las criaturas, con la hartura que causa el espíritu de Dios? Por eso, no puede entrar esta hartura increada en el alma si no se echa primero el hambre que se ha despertado hacia el apetito de lo terreno pues, como hemos dicho, no pueden morar dos contrarios en un sujeto, los cuales en este caso son hambre y hartura.

4. Por lo dicho se verá cuánto más hace Dios en limpiar y purgar una alma de estas contrariedades, que en criarla de la nada. Porque estas contrariedades de afectos y apetitos contrarios más opuestas y resistentes son a Dios que la nada, ya que ésta no resiste. Basten pues estas palabras acerca del primer daño principal que hacen al alma los apetitos, que es resistir al espíritu de Dios, por todo cuanto acabamos ya de mencionar abundantemente sobre este aspecto.







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