5. Ya se sabe bien por experiencia que cuando una voluntad se aficiona a una cosa, la tiene en más que otra cualquiera aunque sea mucho mejor, no gustándole tanto como la otra. Y si de una y de otra quiere gustar, a la más principal por fuerza ha de hacer agravio, pues hace entre ellas igualdad cuando en realidad una de ellas es mejor. Y por cuanto no hay cosa que iguale con Dios, mucho agravio hace a Dios el alma que con Él ama otra cosa o se hace a ella. Y pues esto es así, ¿que sería entonces si incluso la amase más que a Dios?
6. Esto tambien es lo que se denotaba cuando mandaba Dios a Moises (Ex. 34, 3) que subiese al monte a hablar con Él. Le mandó que no solamente subiese Él solo, dejando abajo a los hijos de Israel, sino aún que ni las bestias paciesen de frente del monte. Dando por esto a entender que el alma que hubiere de subir a este monte de perfección a comunicar con Dios, no sólo ha de renunciar a todas las cosas y dejarlas abajo, más también los apetitos, que son las bestias, no las ha de dejar apacentar de contra de este monte, esto es, en otras cosas que no son Dios puramente, en el cual todo apetito cesa así, en estado de la perfección. Y así es menester que el camino y subida para Dios sea un ordinario cuidado de hacer cesar y mortificar los apetitos; y tanto más presto llegará el alma, cuanto más prisa en esto se diere. Mas hasta que cesen esos apetitos no llegará, aunque más virtudes ejercite, porque le falta el conseguirlas en perfección, la cual consiste en tener el alma vacía y desnuda y purificada de todo apetito. De lo cual también tenemos figura muy viva en el Genesis (35, 2), donde se lee que, queriendo el patriarca Jacob subir al monte Betel a edificar allí a Dios un altar, en que le ofreció sacrificio, primero mandó a toda su gente tres cosas: la una, que arrojasen de sí todos los dioses extraños; la segunda, que se purificasen; la tercera, que mudasen sus vestiduras.
7. En estas tres cosas se da a entender a toda alma que quiere subir a este monte a hacer de sí mismo altar en él, y que aspire a ofrecer a Dios sacrificio de amor puro y alabanza y reverencia pura que, antes de que suba a la cumbre del monte ha de haber perfectamente hecho las tres cosas mencionadas.
Lo primero, que arroje todos los dioses ajenos, que son todas las extrañas aficiones y apegos.
Y lo segundo, que se purifique del poso que han dejado en el alma los dichos apetitos con la noche oscura del sentido que indicamos, negándolos y arrepintiéndose ordinariamente.
Y lo tercero que ha de tener para llegar a este alto monte son las vestiduras mudadas. Las cuales, mediante la obra de las dos cosas primeras, se las mudará Dios de viejas en nuevas, poniendo en el alma un nuevo ya entender de Dios en Dios, dejando el viejo entender de hombre, y un nuevo amar a Dios en Dios, desnuda ya la voluntad de todos sus viejos quereres y gustos de hombre, e introduciendo en el alma una nueva experiencia, echadas ya otras ideas e imágenes viejas aparte, haciendo cesar todo lo que es de hombre viejo (cf. Col. 3, 9), que es la habilidad del ser natural, y vistiendose de nueva habilidad sobrenatural según todas sus potencias. De manera que su obrar ya de humano se haya vuelto en divino, que es lo que se alcanza en estado de unión, en el cual el alma no sirve de otra cosa sino de altar, en que Dios es adorado en alabanza y amor, y sólo Dios en ella está. Que, por eso, mandaba Dios (Ex. 27, 8) que el altar donde había de estar el arca del Testamento estuviese vacío en su interior, para que entienda el alma cuán vacía la quiere Dios de todas las cosas, para que sea altar digno donde esté Su Majestad. En ese altar tampoco permitía ni que hubiese fuego ajeno, ni que faltase jamás el propio; tanto, que, porque Nadab y Abiud, que eran dos hijos del sumo sacerdote Aarón, ofrecieron fuego ajeno en su altar, enojado, Nuestro Señor los mató allí delante del altar (Lv. 10, 1). Para que entendamos que en el alma ni ha de faltar amor de Dios para ser digno altar, ni tampoco otro amor ajeno se ha de mezclar.
8. No consiente Dios a otra cosa morar consigo en el mismo espacio. De donde se lee en el libro primero de los Reyes (5, 24) que, metiendo los filisteos al arca del Testamento en el templo donde estaba su ídolo, amanecía el ídolo cada día arrojado en el suelo y hecho pedazos. Y sólo aquel apetito consiente y quiere que haya donde Él está el guardar la ley de Dios perfectamente y llevar la Cruz de Cristo sobre sí. Y así, no se dice en la sagrada Escritura divina (Dt. 31, 26) que mandase Dios poner en el arca donde estaba el maná otra cosa, sino el libro de la Ley y la vara de Moises, que significa la Cruz. Porque el alma que otra cosa no pretendiere que guardar perfectamente la ley del Señor y llevar la cruz de Cristo, será arca verdadera, que tendrá en sí el verdadero maná, que es Dios, si viene a tener en sí esta ley y esta vara perfectamente, sin otra cosa alguna con ellas (cf. Núm. 17; Heb. 9, 4).
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