CAPÍTULO 12
Se explican los provechos que causa en el alma esta noche oscura.
1. Esta noche y purgación del apetito, dichosa para el alma, tantos bienes y provechos hace en ella (aunque a ella antes le parece, como hemos dicho, que se los quita), que así como Abraham hizo gran fiesta cuando quitó la leche a su hijo Isaac (Gn. 21,8), se gozan en el cielo de que ya saque Dios a esta alma de pañales, de que la baje de los brazos, de que la haga andar por su propio pie, de que también, quitándola el pecho de la leche y blando y dulce manjar de niños, la haga comer pan con corteza, y que comience a gustar el manjar de adultos robustos, que en estas sequedades y tinieblas del sentido se comienza a dar al espíritu mediante la contemplación infusa de la que ya hemos hablado, tras quedarse vacío y seco de las apetencias del sentido.
2. Y éste es el primero y principal provecho que causa esta seca y oscura noche de contemplación: el conocimiento de sí y de su miseria. Porque, aparte de que todas las gracias y favores que Dios hace al alma ordinariamente las hace envueltas en este conocimiento, estas sequedades y vacío de la potencia respecto de la abundancia que antes sentía y la dificultad que halla el alma en las cosas buenas la hacen conocer dentro de sí la bajeza y miseria que en el tiempo de su prosperidad no alcanzaba a ver.
De esto hay buena figura en el Exodo (33, 5) donde, queriendo Dios humillar a los hijos de Israel y que se conociesen les mandó quitar y desnudar el traje y atavío festival con que ordinariamente andaban engalanados en el desierto, diciendo: "Ahora ya de aquí en adelante despojaos del ornato festival y poneos vestidos comunes y de trabajo, para que sepáis el tratamiento que merecéis", lo cual es como si dijera: "Por cuanto el traje que traéis, por ser de fiesta y alegría, os ocasionáis a no sentir de vosotros tan bajamente como vosotros sois, quitaos ya ese traje, para que de aquí en adelante, viéndoos vestidos de vilezas, conozcáis que no merecéis más y quién sois vosotros". De donde se nos muestra entonces la verdad, que el alma antes no conocía, de su miseria: porque en el tiempo que andaba como de fiesta, hallando en Dios mucho gusto y consuelo y apoyo, se encontraba más satisfecha y contenta por parecerle que en algo servía a Dios. Y es que con todo eso, aunque entonces esta sensación y realidad expresamente no las tuviera en sí, a lo menos en la satisfacción que halla en el gusto se le asienta algo de ello, mientras que ya vestida con el otro traje de trabajo, de sequedad y desamparo, oscurecidas sus primeras luces, tiene más de veras una mayor inteligencia sobre esta tan excelente y necesaria virtud del conocimiento propio, no teniéndose ya en nada ni buscando satisfacción ninguna de sí misma, porque ve que de suyo no hace nada ni puede hacer nada.
Y esta poca satisfacción de sí y desconsuelo que tiene de que no sirve a Dios, tiene y estima Dios en más que todas las obras y gustos primeros que tenía el alma y que el alma lograba, por más que ellos fuesen, por cuanto en ellos se ocasionaba lugar para muchas imperfecciones e ignorancias. Y respecto a este vestido de sequedad no sólo aporta lo que hemos dicho, sino también los provechos que ahora diremos, y muchos más que se quedarán por decir, los cuales nacen de este estado como de su fuente y origen, dado que proceden del conocimiento de la realidad que es uno mismo.
3. Fruto del conocimiento de éste su estado, le surge al alma una forma de tratar con Dios más comedida y con más cortesía, que es lo que siempre ha de tener el trato con el Altísimo, lo cual en la prosperidad de su gusto y consuelo no hacía, dado que aquel sabor gustoso que sentía hacía ser al apetito acerca de Dios algo más atrevido de lo que bastaba, así como descortés y mal mirado. Como le ocurrió a Moisés (Ex. 3, 2-6): cuando sintió que Dios le hablaba, cegado de aquel gusto y apetito, sin más consideración se atrevía hasta avanzar y acercarse, si no le mandara Dios que se detuviera y descalzara. Por lo cual se denota el respeto y discreción en desnudez de apetito con que se ha de tratar con Dios, en lo cual, cuando obedeció en esto Moisés, quedó tan puesto en razón y tan advertido que dice la Escritura que no sólo no se atrevió a llegar, más que ni aun siquiera osaba considerar mirar y se cubrió el rostro, puesto que quitados los zapatos de los apetitos y gustos conocía su miseria en sumo grado delante de Dios, porque así le convenía para oír la palabra del Señor.
Como también la disposición que dio Dios a Job para hablar con Él, no fueron aquellos deleites y glorias que el mismo Job allí refiere que solía tener en su Dios (Jb.1,1-8), sino estando desnudo en el muladar, desamparado y aun perseguido de sus amigos, lleno de angustia y amargura, y sembrado de gusanos el suelo (29-30). Y es entonces que, de esta manera, se preció el que levanta al pobre del estiércol (Sal. 112, 7), el Altísimo Dios, el descender y hablar allí cara a cara con él, descubriéndole las altezas profundas, grandes, de su sabiduría, cual nunca antes había hecho en el tiempo de la prosperidad de su siervo (Jb. 38-42).
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