Semana en el Oratorio

Desprecio de los bienes mundanos

11.11.22

"Subida al Monte Carmelo", de San Juan de la Cruz, actualizada (58)



CAPÍTULO 13.
Se exponen las señales que ha de tener en sí el espiritual por las cuales pueda conocer en qué tiempo le conviene dejar la meditación y discurso y pasar al estado de contemplación.


1. Y para que esta doctrina no quede confusa, convendrá en este capítulo dar a entender a qué tiempo y sazón convendrá que el espiritual deje la obra del discursivo meditar por las dichas imaginaciones y formas y figuras, con el fin de que no se abandonen éstas ni antes ni después que lo pida el espíritu. Porque, así como conviene dejarlas a su tiempo para ir a Dios, para que no impidan avanzar, así tambien es necesario no dejar la dicha meditación imaginaria antes de tiempo para no volver atrás. Y aunque hay que tener claro que no sirven las aprehensiones de estas potencias para medio próximo de unión a los que ya van más avanzados, todavía sirven de medio remoto a los principiantes para disponer y habituar el espíritu a lo espiritual por medio del sentido, y como camino en donde despejar de ese sentido todas las otras formas e imágenes bajas, temporales, seculares y naturales. Para lo cual diremos aquí algunas señales y muestras que ha de tener en sí el espiritual, con las cuales podrá darse cuenta de si convendrá dejar el discurrir o no en según qué tiempo.

2. La primera de estas señales es ver en sí mismo que ya no puede meditar ni discurrir con la imaginación, ni gustar de ello como solía hacerlo antes, más bien halla ya sequedad en lo que anteriormente solía fijar el sentido y sacar fruto. Pero en tanto que sacare fruto y pudiere discurrir en la meditación, no la ha de dejar, si no fuere cuando su alma se pusiere en la paz y quietud que se dice en la tercera señal.

3. La segunda es cuando ve que no le viene ningún ánimo de poner la imaginación ni el sentido en otras cosas particulares, exteriores ni interiores. No digo que a veces tenga ánimos y otras no, que entonces aún es que está libre en su recogimiento, sino más bien que no guste el alma de colocarse a propósito y específicamente en esas disposiciones imaginativas.

4. La tercera y más cierta es si el alma gusta de estarse a solas con atención amorosa a Dios, sin particular consideración, en paz interior y quietud y descanso y sin actos y ejercicios de las potencias, memoria, entendimiento y voluntad -a lo menos discursivos, que es precisamente el ir de uno en otro-, sino sólo con la atención y experiencia general amorosa en concreto, sin particular discurrir y sin tener que entender sobre qué.

5. El espiritual ha de sentir estas tres señales juntas, como mínimo, para que así prosiga en atreverse con seguridad a dejar el estado de meditación y del sentido y entrar en el de contemplación y del espíritu.

6. Y no basta tener la primera de estas señales sola sin la segunda, porque podría ser que no poder ya imaginar y meditar en las cosas de Dios como antes fuese por su distracción y poca diligencia, por lo que también debe experimentar también la segunda, que es no tener gana ni apetito de pensar en otras cosas extrañas. Porque, cuando procede de distracción o tibieza el no poder fijar la imaginación y sentido en las cosas de Dios, luego tiene apetito y ganas de ponerla en otras cosas diferentes y resulta que ese es el motivo de irse de allí.
Ni tampoco basta ver en sí la primera y segunda señal, si no viere juntamente la tercera, y es que aunque se vea que no puede discurrir ni pensar en las cosas de Dios, y que tampoco le dan ánimos pensar en las que son diferentes fuera del Señor, podría proceder de apatía, tristeza, hastío o de algún otro atisbo de humor puesto en la cabeza o en el corazón, que suelen causar en el sentido cierto empapamiento y suspensión que le hacen no pensar en nada, ni querer ni tener gana de pensarlo, sino solo estarse en aquel embelesamiento perezoso por un estado apocado. Contra lo cual ha de tener la tercera, que es experimentar una sensación y atención amorosa en la paz y tranquilidad de su relación en silencio con Dios, etc., como explicamos líneas arriba.

7. Aunque verdad es que a los principiantes, cuando comienza este estado, casi no caen en la cuenta de esta experiencia amorosa. Y esto ocurre por dos causas: la primera, porque al principio suele ser esta noticia amorosa muy sutil y delicada y casi insensible; y la otra porque, habiendo estado habituada el alma al otro ejercicio de la meditación, que es totalmente sensible, no echa de ver ni casi siente esta otra novedad insensible, que es ya pura de espíritu, mayormente cuando, por no entender sobre ella, no se deja sosegar en este estado, inclinándose hacia otro más sensible con lo cual, aunque más abundante sea la paz interior amorosa, no se da lugar a sentirla y gozarla palpablemente. Pero, cuanto más se fuere habituando el alma en dejarse sosegar, irá siempre creciendo en ella y sintiendo más aquella amorosa comunicación general de Dios, de que gusta el alma más que de todas las cosas, porque le causa paz, descanso, sabor y deleite sin trabajo.

8. Y, para que quede más claro lo dicho, daremos las causas y razones en el capítulo siguiente, por donde se verá la necesidad de las dichas tres señales para encaminar al espíritu.







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