Descenderunque vivi in infernum operti humo, et perierunt de medio multitudinis. (Num. XVI, 33).
Y descendieron.vivos al infierno cubiertos de tierra, y perecieron en medio de la multitud.
Coré, Datan y Abitón, he aquí los tres principales caudillos de la sedición contra Moisés y Aarón. El Señor castigó a aquellos tres impíos, porque abriendo la tierra su boca, se los tragó juntamente con sus tiendas y todos sus haberes. Fueron, pues, a parar, según todas las probabilidades, al infierno.
Perder a Dios es una pena infinita, y perderlo para siempre es lo más insufrible, lo más acerbo, lo más terrible, lo más desesperante que se puede decir ni pensar; tanto, que si se redoblase millares de millares de veces aquel incendio de fuego devorador, no formaría un tormento igual al de la privación de ver a Dios; así como si se redoblasen millares de millares de veces los placeres del paraíso, no formarían un gozo igual al de ver a Dios cara a cara. Y esto de no poder ver a Dios es la pena de daño, que tiene también lugar, aunque sólo temporalmente, en el Purgatorio.
Así como Dios no es un bien que podamos concebir con nuestro corto entendimiento, sino que este bien es infinitamente superior a toda imaginación humana, por el contrario, el mal de perder a Dios no es un mal que podemos entender en esta vida, sino una desgracia infinitamente superior a toda humana comprensión. "La bienaventuranza" - dice San Agustín -, "puede gozarse, pero no puede valorarse". Así la pena de daño puede padecerse, pero no ponderarse. Luego el perder a Dios para siempre es un mal infinito. Es el mayor mal de los males.
Y ya que de San Agustín hablamos, diremos lo que él mismo nos insinúa en el libro "Ad fratres in eremo, Serm. XLIV": "Hermanos carísimos, no recuerdo haber leído que pereciese de mala muerte el que de buena voluntad ejercitó en esta vida obras de caridad o de piedad; tiene muchos intercesores el hombre piadoso y aquel que practicó alegremente la caridad. Qué otra cosa podemos decir de los hombres piadosos, sino aquello que leemos frecuentemente en la Escritura: 'Desde hoy, dice el Espíritu, que descansen de sus trabajos; porque las obras de ellos les siguen'" (Apoc. XIV, 13).
Y continúa diciendo: "La misericordia, pues, hermanos míos, sea nuestra madre. Porque el que está hambriento, se repara con el pan de la palabra divina; el que está sediento, se refrigera con la bebida de la sabiduría; el que anda errante, se restituye a la casa de su padre; ella es la que protege al inocente, instruye con fe y paciencia al enfermo, al que está atribulado lo ayuda consolándolo o compadeciéndolo. Éste es verdaderamente piadoso, verdaderamente misericordioso, verdadero amigo de Dios, y ninguno se atreverá a decir que perecerá de mala muerte".
Pues si sus obras les siguen, y éstas no son del todo malas, indudablemente se salvarán: irán al Purgatorio, ¡quién sabe!, pero aún allí les tendrá el Señor grandísima compasión. Nuestra ignorancia es mucha. "Toda sabiduría es del Señor Dios, y con El estuvo siempre, y está antes de los siglos" (Eccli.). O como dice Job: "He aquí que el temor del Señor, esa es la sabiduría; y el apartarse de lo malo, la inteligencia". Temamos, pues, al Señor, apartémonos de lo malo, y seremos verdaderamente sabios.
Quédese el infierno para los soberbios y duros de corazón, como lo dice la Escritura con estas palabras: "Cor durum habebit male in novissimo" ("El corazón duro, lo pasará mal a lo último"). Nosotros no hemos de desoír las voces del Señor, no. No hemos de seguir el partido de Coré, Datan y Abirón, reos de la gehenna, del fuego. "Sacrificium Deo spiritus contribulatus. Cor contritum, et humiliatum Deus non despicies" ("Sacrificio para Dios es el espíritu atribulado. Al corazón contrito y humillado no lo despreciarás, oh Dios"). No lo merecemos, lo confesamos, pero lo merece por nosotros Nuestro Señor Jesucristo. A sus piedades sin cuento, a sus gracias sin número, a su compasión sin medida nos remitimos. Clementísimo Señor, doleos de este pobre siervo vuestro, tened lástima de esta infeliz criatura, rescatada con vuestra preciosísima sangre. "Misericordias Domini in aeternum cantabo" ("Cantaré eternamente las misericordias del Señor").
Cantaré: es decir, si vamos al cielo; pero sinos tocare ir al Purgatorio, harto haremos con adorar los juicios siempre justos del Señor en medio de aquellos padecimientos horribles. Porque no hay remedio: todo lo que vive tiene que morir. Adán vivió novecientos y treinta años, y murió. Seth, su hijo, vivió novecientos y doce años, y murió.
Enós, hijo también de Adán, vivió novecientos y cinco años, y murió. Cainán vivió novecientos y diez años, y murió. Malaleel vivió ochocientos y noventa y cinco años, y murió. Jared vivió novecientos sesenta y dos años, y murió. Y finalmente, Mathusalén, que fue el que alcanzó más larga edad, vivió novecientos y sesenta y nueve años, y murió.
Todos, todos hemos de morir; de donde se sigue:
- 1.° Ser infalible la muerte, que sin remedio ha de ser.
- 2.° Ser incierta, pues no sabemos cuándo ha de tener lugar, ni en qué sitio, ni qué clase de muerte ha de ser.
- 3.° Ser única, pues no se puede probar segunda vez a morir.
Lo primero es ser la muerte infalible; no puede faltar: es una ley general e irrevocable que todo el que nace haya de morir. Ha de llegar tiempo en que, quieras o no, estés cubierto de tierra, sucio, hediondo, horrible, más que un animal corrompido.
Lo segundo es ser incierta la muerte; es decir, que no sabemos cuándo vendrá, cómo vendrá, y en qué lugar vendrá. No sabemos cuándo vendrá, pues nadie sabe, si Dios no se lo revela, si morirá tarde o temprano, joven o viejo, si repentinamente o despacio, si de un rayo o de un tiro. Tampoco sabemos cómo vendrá; si será arrebatadamente, de modo que no nos dé lugar a confesarnos ni arrepentimos; ni si será mientras estemos en la cama, pasando en un momento del sueño a la eternidad; ni en qué lugar será, es decir, si moriremos en el campo o en la ciudad, de día o de noche, solos o acompañados.
Lo tercero es ser única. Si tuviésemos dos vidas, podría tal vez arriesgarse la una, pero no teniendo más que una sola, su pérdida es irreparable.
Aquel vive según Dios, el que gasta la vida en pensar en la muerte, que estudia, que aprende cómo ha de morir. El que no sabe esto no sabe nada. Vivamos siempre como quien ha de morir: cada hora, cada instante, pensemos que puede ser el último de nuestra vida. Dice San Juan Clímaco, en el grado 6: "No se pasa el día presente bien, si no es que pensemos que esta hora es la última de toda nuestra vida. Aquel es bueno, que cada hora aguarda la muerte; pero aquel es santo, que todas las horas la desea".
El día de ayer ya se pasó, el de mañana no sabes si vendrá. El de hoy ya se ha pasado varias horas, que son muertas para ti, y te falta vivir otras, que no sabes si las vivirás, de manera que la vida del hombre es una continua muerte. ¡Oh muerte, y qué grandes desengaños atesoras! El ser monarca de las Españas y señor de tantos reinos, hizo decir a Felipe III al tiempo de morir: "Cambiaría yo el ser rey por las llaves de la portería de un convento".
Pienso yo qué es la vida, y veo que no es más que un humo que se desvanece, una sombra que huye, un paso, o si se quiere unos pasos desde la prisión al cadalso. ¡Que por fuerza hemos de morir! Y no es eso lo peor, sino la ignorancia con que morimos, pues nadie sabe si le tocará en suerte el cielo o el Purgatorio, o bien si será arrebatado al infierno. "Nescit homo utrum amore, an odio dignus sil" (Eccle. IV, 1) ("No sabe el hombre si es digno de amor o de odio"). ¡Oh muerte, oh muerte!
| Preparación: OratorioCarmelitano.com / OratorioCarmelitano.blogspot.com
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