Todo cuanto en el mundo se contiene, de Dios es. "Mía es toda la tierra" (Exod. XIX, 5) ha dicho el Excelso. "Mía es la plata y mío es el oro" (Ageo, II, 9), dijo igualmente por un Profeta. Y como haciéndose eco de estos oráculos, repite el Salmista: "Del Señor es la tierra, y su plenitud; la redondez del orbe, y todos sus habitantes". En una palabra, la Sagrada Escritura nos ofrece diversos testimonios de que Dios, Creador del universo, es Señor absoluto de cuantos bienes y riquezas hay en El. Por eso en otro de los libros del Antiguo Testamento se lee: "Tuya es, Señor, la grandeza, y el poder, y la gloria, y la victoria; y a Ti la alabanza (es debida), porque todas las cosas que hay en el cielo y en la tierra, tuyas son. Tuyo es el reino,y Tú eres sobre todos los príncipes".
Como arbitro que es Dios de las obras de sus manos, distribuye los bienes temporales para su gloria; ora sean riquezas, nobleza, salud, talentos, hermosura y demás, como lo declaró la madre del profeta Samuel, con estas palabras: "El Señor es el que quita y da la vida. El que empobrece y enriquece, abate y ensalza". Esta misma contestación debiera darse a aquellos que, descontentos de su suerte, se lamentan al ver que otros abundan de los bienes que ellos no tienen: Dios lo quiere; Dios lo ha dispuesto así por sus ocultos y sapientísimos juicios.
Con todo, preciso es tener entendido que cuando Dios enriquece a alguno, no lo hace por su particular interés, en ello se propone también la utilidad común. Esta es la razón porque a muchos los hace ricos, para que socorran las necesidades de los pobres. Ricos y pobres, hechura son de Dios; por eso dice el Sabio: "El rico y el pobre se encontraron: el Señor ha hecho al uno y al otro". Así es: el rico tiene obligación de suplir con su abundancia la necesidad del pobre, así como el pobre está obligado a mostrarse agradecido al rico, ayudándole a alcanzar la vida eterna con sus oraciones, que debe hacer extensivas a las almas del Purgatorio.
Anda el mundo desconcertado porque no se guarda aquella correspondencia y recíproca alianza tan necesarias para la paz y el concierto de los pueblos, con las cuales se lograría sin duda alguna conjurar el pavoroso problema social que hoy nos amaga.
En rigor no existe más que un solo mal, que es el pecado; pero impropiamente y según nuestro estilo y modo de hablar, llamamos también males a las penas o castigos. Entendido esto, decimos que dos géneros de males se conocen en el mundo: el mal de culpa y el de pena. El mal de culpa de los seres libres y viadores como el hombre, es propio y privativo suyo; nace de su voluntad depravada. Mas el mal de pena que tanto nos aflige y conturba, viene de Dios, como lo enseña el Profeta diciendo: "Si habrá algún mal en la ciudad, que el Señor no haya hecho" (Amós III, 6). De los males de pena, como son enfermedades, aflicciones, trabajos, etc., seguramente no hay uno solo que no nos venga de Dios, como azote que merecen nuestras culpas.
Bien claro y terminante lo expresa Salomón con estas palabras: "Los bienes y los males, la vida y la muerte, la pobreza y la riqueza vienen de Dios". Y Jeremías extrañando mucho que alguno pudiera dudar de que, excepto el pecado, todo cuanto acaece en el mundo procede de Dios, exclama: "¿Quién es el que dijo, que se haría algo no mandándolo el Señor? ¿De boca del Altísimo no saldrán ni los males ni los bienes?". Todo esto es de grandísimo consuelo para cuantos padecen en el mundo, sabiendo que Dios, cuyo amor hacia el hombre es infinito, lo quiere y dispone así.
Por lo mismo el santo Job, que enseña muy bien el origen de sus desventuras, no se volvió contra el demonio, que era el verdugo que le atormentaba, sabiendo que aquel enemigo no podía tocarle a un hilo de su ropa sin permiso de lo alto, sino que postrado en tierra adoró los juicios del Eterno, exclamando: "El Señor lo dio, el Señor lo quitó: como agradó al Señor, así fue hecho. Bendito sea el nombre del Señor" (Job, 1, 21).
Pues ahora bien: entendiendo nosotros esto, cuando sin razón se nos acusa, cuando la envidia nos persigue, cuando un enemigo anda en busca de medios de perdernos, cuando la salud, los bienes de fortuna o los amigos nos faltan, o nos sucede otro cualquier percance desgraciado, hemos de tener por cierto que estos que nosotros llamamos males, y son correcciones o avisos, nos vienen de Dios, el cual se sirve de semejantes medios, o se vale de hombres perversos como de instrumentos y ministros suyos, para hacernos entrar en el buen camino.
Establecida esta verdad, siempre que nos sobreviniere cualquier adversidad o accidente desagradable, hemos de pensar que aquello es una visita y corrección de .Dios, quien obra en nosotros como el artífice con el oro, que pone en el crisol para quitarle las impurezas y depurarlo con el fuego. Tal es lo que nuestro Padre celestial se propone con los males de pena que nos envía: quitarnos los apegos y materia bruta de los vicios que empañan la hermosura del alma, y depurarnos con el fuego de la tribulación. Sabiendo esto, ¿quién habrá que titubee y desmaye? No hay peligro de que Dios nos falte, porque si un pajaruelo, que apenas significa nada en parangón con un hombre, no perecerá sin la voluntad de Dios, como lo afirma Jesucristo en el capítulo X de San Mateo;si "ab aeterno" tiene Dios contado hasta el último cabello de nuestra cabeza, sin que pueda caer en tierra o desprenderse de nosotros sin la peculiar providencia divina: "Quare dubitatis? Quid timidi estis?" ("¿Por qué dudáis? ¿Cómo estáis tan miedosos?").
Así, pues, confiemos. Es el mismo Dios quien nos dice: "Qui tetigerit vos, tangit pupillam oculi mei" ("El que os tocare, toca la niña de mi ojo". Sigamos este que es consejo del Príncipe de los Apóstoles: "Arrojad sobre el Señor toda vuestra solicitud, porque El tiene cuidado de vosotros" (1 Pedro). Y no olvidemos, porque es punto muy importante, que cuanto más ama Dios a alguno, más gravemente le carga el peso de su cruz. A propósito, preguntó un día al Señor la Beata Angela de Poligno, como se lee en su vida, cuáles eran sus hijos más amados, y le respondió Su Majestad: "Los que Yo amo más, comen más cerca de Mí en mi mesa. Ellos toman conmigo su parte del mismo pan de la tribulación, y beben en la misma copa el cáliz de mi pasión, porque Dios permite que sobrevengan grandes pruebas a sus hijos más amados, y se las envía como una gracia muy particular". En confirmación de esta verdad, el Apóstol se expresa de esta suerte: "El Señor castiga al que ama, y azota a todo el que recibe por hijo". Y mucho antes dijera Salomón: "Al que el Señor ama, lo castiga; y se complace en él como un padre en su hijo".
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