Semana en el Oratorio

Desprecio de los bienes mundanos

2.4.21

Las indulgencias



Indulgencia es la remisión de la pena temporal debida por el pecado, después que éste ha sido perdonado en cuanto a la culpa y a la pena eterna por la absolución sacramental. Las indulgencias constituyen un tesoro espiritual, formado de las satisfacciones de nuestro Señor Jesucristo y las de sus Santos, y de este tesoro podemos nosotros tomar a manos llenas, por decirlo así, de las arcas que la Iglesia tiene siempre abiertas para sus hijos.

Los Santos después de haber satisfecho plenamente a la divina justicia, siguieron acrecentando más y más sus méritos y satisfacciones con penitencias voluntarias, enfermedades, persecuciones y otras penalidades, de tal manera que llegaron al fin de su vida con un gran caudal de satisfacciones, de las cuales no teniendo ellos necesidad, fueron a parar al erario común de la Iglesia. Las satisfacciones de Jesucristo son infinitas, y a muchísimos de los Santos les sobraron, como hemos dicho, con gran exceso, sobre todo a la Reina del cielo, que no habiendo jamás manchado su purísima alma, no tuvo nada que satisfacer.




Siendo, pues, las satisfacciones de que nos aprovechamos procedentes de la mucha abundancia de los Santos, y de las infinitas que nos dejó el Santo de los Santos Jesucristo, podemos decir muy bien que el que gana indulgencias paga sus deudas con moneda ajena, y por lo tanto se le puede aplicar al mismo aquello de las Escrituras: "Yo os he enviado a segar lo que vosotros no labrasteis: otros lo labraron, y vosotros habéis entrado en sus labores" (Juan, IV, 38). Tan cierto es que la generalidad de los Santos, si por ventura no fueron todos, después de liquidar sus deudas con Dios quedaron con un remanente mayor o menor de frutos satisfactorios, tal que pudo justamente decir un gran siervo del muy Alto: "Ojalá se pesasen en una balanza mis pecados, por los que he merecido la ira y calamidad que padezco. Se vería que ésta era más pesada que la arena del mar". Esto quiere decir que los males que con tanta paciencia sufría Job, y que Dios los permitía para hacer brillar más su virtud y premiarle después con mayor galardón, pesados en una balanza con sus pecados, se vería que éstos eran mucho más ligeros que aquéllos. Y esto lo decía aquel Santo, no por vanagloria, sino por divina inspiración, porque no quería Dios en su adorable piedad que las bruscas y crueles acusaciones de sus amigos quedasen sin refutar.

El cristiano que no se muestra cuidadoso en ganar indulgencias, por más que parezca de conducta ajustada, de seguro que pensará muy poco en las espantosas penas que le aguardan en la otra vida si, como es de temer, no hace en la presente condigna penitencia. Si lo más fácil, que es el adquirir indulgencias, no lo practica, ¿qué razón puede haber para pensar que hará lo más difícil, que es la penitencia? A aquellos a quienes no preocupa la idea del fuego del Purgatorio, y desean y acaso piden el ir allá con tal de librarse del infierno, se les puede decir: "Nescitis quid petatis" ("No sabéis lo que pedís"). Ciertamente, no saben lo que piden; porque se puede ir al cielo sin pasar por el Purgatorio, y ésta es la meta a que debemos aspirar, y en ella hemos de ver de hacer hincapié y poner todo nuestro esfuerzo.

Digan lo que quieran los heresiarcas y los reformadores todos habidos y por haber, la historia nos enseña que en los tiempos antiguos se concedían pocas indulgencias, porque la fe de los cristianos era más robusta que la de los que vivimos en los tiempos que corren. Las generaciones modernas han perdido mucho de aquella patriarcal firmeza en las creencias, propia de nuestros mayores. Las gentes de hoy son más flojas y tibias, y las gravísimas penitencias que tan comunes eran entre los fieles de otras edades, en la nuestra resultarían insoportables. La Iglesia, que sigue paso a paso la marcha y vicisitudes de los tiempos, teniendo en cuenta estas razones, llena de solicitud amorosa hacia sus hijos, a los cuales contempla tan delicados y remisos, ha suplido lo que falta a nuestra penitencia con la suavidad maternal de las indulgencias.

Durante los tres primeros siglos de la Iglesia las indulgencias se dispensaban con tanta parsimonia, que los Mártires, llenos de caridad para con el prójimo, solían impetrarlas de los Obispos a favor de los penitentes. Hoy día no tenemos necesidad de buscar medios ni de interponer influencias para ello, ya que sin pedirlas, y aun quizá sin pensar en ellas, se nos conceden con la mayor generosidad.

Esto solo basta para conocer el cambio de costumbres obrado en la sociedad cristiana, con el tan triste enfriamiento de los espíritus contemporáneos.

Verdaderamente aflige y da escalofríos el ver a los hombres, siempre tan dispuestos para hacer cualquier género de sacrificios por lograr los bienes caducos de este mundo, que a tantos llevan a su perdición, mientras que los verdaderos bienes, aquellos bienes espirituales que ni puede arrebatarlos el ladrón ni roerlos la polilla, apenas hay quien los busque, siendo necesario invitar a los fieles con porfiadas instancias para que vengan a proveerse de estas riquezas que se dan de balde y sin conmutación. De tal manera, que no parece sino que a estos fieles apáticos e indiferentes quiso aludir el Profeta cuando dijo: "Venid, comprad sin dinero y sin ningún cambio, vino y leche" (Isaías LV, 1).

Empero, ya que con tanta facilidad y sin mérito ni esfuerzo de parte nuestra se nos conceden hoy las santas indulgencias, es necesario no olvidar que para poder ganarlas se requiere el estado de gracia. La indulgencia es una participación de aquellas riquezas que Jesucristo y sus Santos atesoraron en la Iglesia, para que con ellas podamos satisfacer nuestras deudas temporales a la divina justicia, y de un miembro muerto, como en lo místico y espiritual lo es aquel que está en pecado mortal, sólo cabe dudar si podrá o no aprovechar algo a los fieles difuntos, pues en lo que toca a sí mismo, no participa de la saludable influencia de los demás miembros vivos. Procúrese, pues, ante todo la reconciliación con Dios.

Además del estado de gracia, conviene formar intención de querer ganar las indulgencias; y aunque lo mejor fuera el llevar siempre la intención actual, pero esto no es necesario, bastando la virtual, la que para ganar las indulgencias dícese que dura veinticuatro horas próximamente, y por lo tanto vale para todo el día la intención que hacemos por la mañana a primera hora.

Cuídese igualmente de no omitir parte notable del rezo o de aquello que se manda; pero si es cosa muy leve, no dañará a la adquisición del indulto, por aquello de "parum pro nihilo reputatur" ("lo poco se reputa por nada").

En suma: cúmplanse bien y fielmente las obras, como quiera que es cuestión muy reñida entre los Doctores, si las indulgencias se ganan cuando las obras son tanto o cuanto defectuosas, como si en el ayuno ha habido algún exceso en la comida, si lo que se reza se ejecuta muy de corrida y con poca atención, si el que da la limosna espera a que le vean las gentes para ganarse sus aplausos y estimaciones.

Gravísimos autores sienten, que por más que las tales obras imperfectas han de tener poco mérito delante de Dios, pero que ya bastarán para ganar las indulgencias.

No combatimos esta opinión, antes bien debemos confesar que nos lisonjea, y no poco, ¿para qué ocultarlo? Mas después de todo, se nos ocurre preguntar: Y Dios, ¿qué pensará de este modo de ejecutar las obras? No lo sabemos. ¡Ah! ¡No lo sabemos! Pues esto es precisamente lo que da pábulo a nuestra perplejidad, atento a lo cual, por nuestra parte nos acogemos a lo más cierto, que es, como hemos dicho antes, el ejecutar bien y fielmente las obras mandadas.

| Preparación: OratorioCarmelitano.com / OratorioCarmelitano.blogspot.com




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