Semana en el Oratorio

Desprecio de los bienes mundanos

13.4.21

El número de sufragios. La santa Misa



San Agustín reduce el número de los sufragios a tres solamente, en cambio el Beato Alberto Magno los eleva hasta siete, y si hubiésemos de dar crédito a ciertas revelaciones, aún hay quien se alarga a mayor cifra. Pero el Venerable Beda, San Gregorio el Grande y San Isidoro han estado acordes en fijar el número de cuatro, y éstos son los que definitivamente ha admitido la Iglesia. Tales son: la Misa, la oración, la limosna y el ayuno, y en ellos se comprenden las indulgencias, mortificaciones y demás.

La Misa.
El Concilio de Trento, en el capítulo 2.°, de la sesión XXII, declara que este Sacrificio se ofrece con justa razón no sólo por los pecados de los fieles, mas también, según la tradición de los Apóstoles, por los que han muerto en Cristo sin estar plenamente purificados. Y en el principio de la sesión XXV del mismo Concilio, se define que hay Purgatorio y que las almas allí detenidas reciben alivio con nuestros sufragios, especialmente con el aceptable Sacrificio del Altar, lo que equivale a decir que la enseñanza de que nuestros sufragios aprovechan a las almas es tan cierta como la existencia del Purgatorio.




El sacrificio cruento que Jesucristo consumó en el ara de la cruz, fue satisfactorio por las culpas y por las penas que se siguen de ellas, de donde infieren algunos que la satisfacción de las culpas se obró por los actos internos del alma del Redentor, por la tristeza y desolación de su espíritu, por su obediencia, resignación, etc.; y la satisfacción de las penas fue obra de los tormentos exteriores del cuerpo.

Sea de ello lo que fuere, lo que a nosotros importa saber es que el Sacrificio del Altar es fecundo por sí mismo. Quiere decir que obra por su propia y especial virtud, a lo que los teólogos llaman "ex opere operato", de manera que ni le favorece ni le daña la bondad o malicia del sacerdote, quien como ministro de Cristo y de su Iglesia, aplica las satisfacciones de la sagrada Pasión al vivo o al muerto por quien celebra.

No podemos apreciar el valor de los efectos que produce este Sacrificio, por no constar de las divinas Letras, ni de las definiciones de los Concilios. Sin embargo, todos confiesan que es inmenso, de suerte que excede con grandísima ventaja a las satisfacciones que los hombres justos pueden alcanzar con las obras más excelentes y penales, por ser infinita la diferencia que hay entre las acciones de un Hombre Dios y las de un simple hombre. Y será mayor la satisfacción del sacerdote que celebra la Misa si hubiere hecho el Acto heroico de caridad, el cual le da derecho a gozar de altar privilegiado personal, o que haya obtenido esta gracia de la Silla Apostólica, o en defecto de lo uno y de lo otro, que celebre en altar privilegiado, supuesto que en cada uno de estos casos ganará indulgencia plenaria aplicable por un solo difunto, todas cuantas veces celebre.

Enseñan los teólogos que los fieles que asisten a este eucarístico Sacrificio son cooferentes con el sacerdote que lo celebra, y en este sentido, además de lo que merecer pueden "ex opere operantis", o sea por su mayor o menor devoción, es probable les corresponda también su respectiva parte "ex opere operato".

Que los fieles que oyen Misa sean verdaderos oferentes se deduce de las palabras que pronuncia el sacerdote en el "memento" de vivos, donde después de haber pedido al Señor que se acuerde de N. y N., prosigue: "Y de todos los circunstantes, cuya fe y devoción te es conocida, por los cuales te ofrecemos, o quienes te ofrecen este sacrificio de alabanza". Y dice Suárez (Disput. LXXIX, sect. 8): "Ubi aperte sermo est de offerentibus distinctis ab ipso sacerdote", de donde claramente se ve que habla de oferentes distintos del mismo sacerdote.

Pues, ¿qué mayor honra, dignidad o riqueza pudiera el hombre pretender en esta vida, que la de ofrecer al Eterno un don que ni el mismo Dios pudiera ofrecerlo mayor? Dice el Apóstol: "In omnibus divites facti estis in illo" ("En todas las cosas habéis sido enriquecidos en El (en Jesucristo))" (1 Corintios). Compárese ahora este modo de hablar con el de los antiguos. Uno de los Profetas pregunta: "Quid dignum offeram Domino?" ("¿Qué cosa digna ofreceré al Señor?") (Miqueas). La respuesta era entonces obvia: ninguna, absolutamente ninguna. Ni el doblar la rodilla, ni el postrarse en tierra, o elevar como Moisés las manos al cielo, ni los sacrificios y holocaustos, ni la ofrenda de los primogénitos, nada hubo en el mundo durante el tiempo de la ley natural y escrita digno de ser ofrecido a Dios. Oferta digna de Dios no puede ser otra que el mismo Dios. Dichosos nosotros los hijos de la ley de gracia, que poseemos un tesoro infinito, digno de Dios, el cual le ofrecemos todos los días en la santa Misa.

Riqueza sobre toda riqueza es la nuestra, desde que Jesucristo murió por nosotros en la cruz. "In ómnibus divites facti estis in illo".

Sí, nosotros podemos hacer al Eterno Padre una ofrenda digna de su grandeza, ésta es su mismo Hijo. Observad lo que pasa en la Misa: después que el celebrante ha recibido las dos partes de la Hostia, queda por algunos momentos en suspenso, cual si el asombro que le produce el exceso del amor de Jesucristo en dársele por manjar, le paralizara los movimientos del cuerpo. Pasado un pequeño intervalo de tiempo y saliendo de su estupor, hinca la rodilla, e interrogándose a sí mismo, a ejemplo de Miqueas, dice: "¿Con qué retribuiré yo al Señor por todas las cosas que me ha dado?". Y como adivinando al punto la recompensa que ha de ofrecer a Su Majestad, exclama lleno de confianza: "Tomaré el cáliz saludable, e invocaré el nombre del Señor".

Ciertamente: la Hostia de propiciación o el Cáliz salutífero, en cada una de cuyas dos especies se contiene real y verdaderamente el cuerpo, la sangre, el alma y la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, son ofrendas dignas de Dios. Si un hijo de la Iglesia hiciese la pregunta del Profeta: "Quid dignum offeram Domino?", al punto hallaría resuelta la duda, tomando el Pan celestial o el Cáliz de salud, y diciendo: "Panem caelestem" ("Pan celestial"), o bien: "Calicem salutaris accipiam, et nomen Domini invocabo".

Dice Suárez que a todos los fieles que ayudan a la celebración de la Misa o que simplemente asisten a ella, les corresponde alguna parte del preciosísimo fruto propio de este Sacrificio, a que llaman "ex opere operato", el cual es satisfactorio por las penas así de los vivos como de los difuntos. Este fruto, continúa aquel doctísimo hijo de San Ignacio, lo reciben los fieles en calidad de oferentes, aún cuando el sacerdote celebrante no forme intención de aplicárselo.

La Misa es Sacramento y Sacrificio a la vez. En cuanto por la Misa se confiere la gracia invisible bajo especies visibles, tiene razón de Sacramento. En cuanto en ella se representa la Pasión de Jesucristo, el cual, como dice el Apóstol, se entregó así mismo por nosotros, ofrenda y hostia a Dios en olor de suavidad (Efesios, v. 2), tiene razón de Sacrificio. De aquí que este Sacramento aprovecha a los que le reciben por modo de tal, esto es, por modo de Sacramento, y por modo de Sacrificio, pues por todos los que comulgan se ofrece. Dice, en efecto, el sacerdote en el Canon de la Misa profundamente inclinado: "Ut quotquot ex hac Altaris participatione, sacrosanctum Filii tui Corpus et Sanguinem sumpserimus, omni benedictione caelesti et gratia repleamur" ("Para que cuantos participamos en este altar del Cuerpo sacrosanto y de la Sangre de tu Hijo, seamos llenos de todas las bendiciones y gracias celestiales").

A aquellos que no reciben este Sacramento, les aprovecha por modo de Sacrificio, pues por la salud de los mismos se ofrece también, por lo que en la Conmemoración por los vivos, se dice: "Memento, Domine, famulorum famularumque tuarum, et omnium circumstantium, quorum tibi fides cognita est, et nota devotio: pro quibus tibi ofterimus, vel qui tibi offerunt hoc sacrificium laudis, pro se, suisque omnibus, pro redemptione animarum suarum, pro spe salutis et incolumitatis suae") ("Acordaos, Señor, de vuestros siervos y siervas, y de todos los que están aquí presentes, cuya fe y devoción Vos conocéis; por los que os ofrecemos ú os ofrecen este Sacrificio de alabanza, por sí y por todos los suyos, por la redención de sus almas, y por la esperanza de su salvación".

Uno y otro modo de fructificar este Sacramento de amor lo expresó el Salvador en la Cena cuando dijo (Matth. XXVI; Luc. XXII): "Qui pro vobis" ("Que por vosotros"), es a saber, por los que comulgan, "et pro multis" ("y por muchos"), es decir, por los demás que no comulgan, "effundetur in remissionem peccatorum" ("será derramada" - su preciosa sangre - "en remisión de los pecados".

Veamos ahora si el fruto "ex opere operato" de la Misa es aplicable a los fieles difuntos. El referido Suárez dice que para que alguno consiga aquel fruto, cuatro requisitos son necesarios: capacidad, estado, disposición y necesidad. Todos estos requisitos los reúnen las almas del Purgatorio.

1.° Capacidad. Esta la confiere el Bautismo, pues sin el carácter de bautizado ninguno es capaz de recibir este efecto, porque así como el Bautismo es la puerta para los demás Sacramentos, del mismo modo lo es para poder participar del fruto de la Misa "ex opere operato".

2.° Estado. Este es el de viador: las almas del Purgatorio se comprenden en este estado, ya que ellas no han llegado aún al último término. A lo menos en alguna parte son viadoras, principalmente por lo que toca a la remisión de las penas y al perdón de los pecados veniales. Esta opinión, prosigue diciendo Suárez, la defienden expresamente Santo Tomás, in 4 el. XLV, q. 2, art. 5 ad 3; la indica también Alberto Magno, art. 2 ad 6; Durando, d. XII, q. 4, y muchos de los modernos.

3.° Disposición. Esto alude al estado de gracia, que ya tienen las almas, y no lo pueden perder.

4.° Necesidad. Se requiere que aquellos por quienes se ofrece el Sacrificio o el fruto "ex opere operato" que de él procede, tengan algún reato de pena temporal que les haya quedado después de perdonada la culpa, lo cual habla de lleno con las almas del Purgatorio. Luego les es aplicable el fruto "ex opere operato" de la Misa. Sin perjuicio del citado efecto, los fieles que asisten al santo Sacrificio pueden participar del otro fruto llamado impetratorio, que obtienen por vía de ruego, con su propia diligencia, y en la medida proporcionada a su devoción. El valor de esta impetración se funda en los méritos de la Sangre de Jesucristo derramada en remisión de las culpas de los hombres, y de las penas que merecemos por ellas.

Siendo, pues, infinitos estos méritos, importa mucho que nos valgamos de la ocasión, pidiendo con fervor en la Misa cosas en algún modo proporcionadas a la augusta majestad del Sacrificio, muy especialmente la perfecta contrición, el amor de Dios y la perseverancia final. Grandes cosas son éstas, mucho es lo que en ellas se pide pero ¿qué es todo ello comparado con la suprema, con la divina oblación que hacemos en la Misa al Padre Eterno? ¡Tengamos confianza!

Dignidad grande es la de todo fiel que asiste al incruento Sacrificio, porque si el sacerdote representa en el Altar al mismo Jesucristo, los demás hijos de la Iglesia que concurren a aquel acto sacrifican también y ofrecen con el ministro del Señor la sagrada Víctima. Por esta razón el celebrante, después que ha hecho el lavatorio de sus manos, vuelto a los circunstantes les dice: "Orad, hermanos, para que mi sacrificio, que también es vuestro, sea aceptable delante de Dios Padre Omnipotente".

Leemos en la historia que Alfonso de Alburquerque, famoso nauta portugués, encontrándose con su armada en alta mar, en inminente peligro de perecer todos víctimas de una deshecha tempestad, tomó en sus manos a un niño de corta edad que casualmente iba a bordo de la nave capitana, y levantándolo en alto, clamó al cielo con estas o parecidas voces: "Dios de infinita piedad, si nosotros somos pecadores, esta vuestra criatura no ha podido hasta ahora ofenderos. Señor, por amor a este inocente, perdonadnos a nosotros que somos los culpables". ¡Caso maravilloso!, al punto plegó el viento sus alas, humilláronse las hinchadas ondas, y el proceloso mar, como cansado de agitarse, se entregó al reposo de una plácida calma.

Ahora, pues, ¿qué no alcanzará Aquel, que es la misma inocencia, en el acto en que el sacerdote lo eleva en la sagrada Hostia y en el Cáliz? ¿Cómo podrá el Padre Eterno no mirar con complacencia a su Hijo, y dejar de concedernos lo que por El le pidamos?

| Preparación: OratorioCarmelitano.com / OratorioCarmelitano.blogspot.com




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