En la iglesia de Santa Cecilia de Roma se apareció la Virgen María, acompañada de Santa Cecilia, Santa Inés y Santa Águeda, y una multitud de Angeles y Bienaventurados que le hacían la corte; y en medio de todos una viejecita toda cubierta de andrajos, que tenía sobre sus espaldas un riquísimo manto. Y acercándose con las rodillas en tierra y llorando al trono donde estaba la Reina del cielo, comenzó a conjurarla diciéndole que tuviese piedad del alma de Juan Patrizi, su bienhechor, el cual muerto pocos días antes, estaba en el Purgatorio sufriendo rigurosos tormentos. Al llanto y a la plegaria de la viejecita parece que la Virgen no se conmovió. No obstante, la viejcita tornó segunda y tercera vez a hacer la misma petición. Pero en vano.
Entonces desatándose en un llanto conmovedor dijo: "Yo era una pobre mendiga; nos hallábamos en medio del invierno, llovía copiosamente, y entorpecida por el frío pedía caridad a la puerta de vuestra basílica en Rom. Entraba entonces en la iglesia Juan Patrizi; yo le pedí limosna en nombre vuestro y él, generoso, quitándoselo de encima me dio este manto. Suplico, pues, que tanta caridad hecha a nombre de Vuestra Majestad, merezca al infeliz compasión".
A estas palabras la Virgen dirigiéndole una amorosa mirada, la dijo: "El alma por el cual me ruegas, ha sido condenada a duras penas y por largo tiempo, a causa de sus numerosas culpas, mas con el beneplácito de mi Hijo voy a usar de misericordia con ella, porque practicó la caridad hacia los pobres y la devoción á Mí". Dicho esto, manda que le traigan a su presencia a Juan Patrizi, el cual compareció con una infinidad de demonios que le tenían sujeto con cadenas, maltratándolo del modo más cruel. Mas a una señal de la Madre de Dios se dispersaron todos, Juan tomó asiento entre los bienaventurados, y todo desapareció.
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