Cuenta Cantímprato, que habiéndosele muerto un hijo a su abuela, no sabía darse reposo, y lloraba noche y día mientras que el hijo padecía en el Purgatorio. Dios vino en socorro del alma de este hijo, concediendo a la desolada madre una visión, que fue la siguiente.
Cierto día vio ella un tropel de jóvenes muy alegres, los cuales iban en camino de una ciudad esplendidísima; con el gran deseo que tenía de ver a su hijo, miraba con mucha atención, mas ¡ay!, vio a su hijo, sí, pero muy retrasado y solo, triste, afanoso y con las vestiduras todas empapadas de agua. Arrebatada de tristeza la madre, le preguntó por qué no tomaba parte en la fiesta con los demás jóvenes. Y el hijo contestó:
- Vuestras lágrimas, ¡oh madre mía!, son las que retardan mi camino, y me han reducido a estas penas. Si me amáis de veras, derramadlas delante de Dios rogando por mi alma.
La Religión de Jesucristo no condena los afectos de la naturaleza, mas este hecho os dice que sobre los afectos de la naturaleza debe triunfar el espíritu de lo sobrenatural.
Dios mío, ¿cómo es posible creer en la inmortalidad del alma, y abatirse tanto en la pérdida de las personas amadas, sin apenas pensar en dirigir una sola plegaria para aliviarlas en sus penas? Y lo que es peor todavía, ¿cómo se piensa sólo en pompas funerarias o en intereses de mundo, y nada se hace para el alma? ¡Oh, si los muertos pudiesen hacernos oír sus quejas!
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