Es de fe y como tal lo tiene definido el Concilio de Trento, sesión V, "Decreto sobre el pecado original", que todo el que muere después de ser bautizado sin haber perdido la gracia que le fue conferida por este Sacramento, se salva sin que nada le pueda retardar su inmediata entrada en el cielo. Por eso los niños que mueren después de su renacimiento por el Bautismo, pasan en el acto a gozar de Dios. De aquí que se les hace un funeral tan honroso como festivo, entonando aquel alegre salmo con que comienza: "Laúdate, pueri, Dominum" ("Alabad, niños, al Señor"), con cuyas voces convida la Iglesia a alabar a Dios por la misericordia que con ellos usa de darles la felicidad eterna por los méritos de Jesucristo.
De esto se deduce que no se han de hacer sufragios por los niños que salen de esta vida regenerados por las aguas del Bautismo.
Mas aquí surge una duda de no leve gravedad, la cual importa ante todas cosas resolver. La duda consiste en averiguar hasta qué edad podemos prescindir de hacer sufragios por los niños, en razón a considerarlos todavía dentro del feliz estado de la inocencia. Espinosa cuestión es ésta, y que por más que se diga no es posible dilucidar con clara y segura precisión.
Generalmente se cree que la edad de la inocencia llega hasta los siete años, que es el término de la infancia. Y aun en la práctica vemos que muchos quieren que en esta parte sean tan elásticos los fueros infantiles, que no dudan en hacerlos valer a favor de aquellos que han entrado ya en la edad de la puericia que, como es sabido, se extiende desde los siete hasta los catorce años.
Deseamos, pues, saber hasta qué edad podemos tener cierta seguridad, o siquiera confianza muy fundada, de que los niños no tienen necesidad de nuestros sufragios, a fin de que no nos engañemos, como probablemente se engañan muchísimos padres, pensando que los hijos que se les mueren, más que rapazuelos traviesos, fueron, así piensan la generalidad de aquéllos, unas palomitas sin hiél, candorosos e inmaculados al par de los Angeles, y por ende dignos sólo del cielo. Porque es tal la ceguedad de algunos, que muñéndoseles hijos de ocho, diez y hasta de doce o más años, no les mandan celebrar Misas ni otros sufragios, persuadidos de que no precisan de ellos. Y aun hay quien los ve morir en aquella última edad de diez y doce años sin hacerlos confesar, no obstante ser muy de temer que algunos de estos niños se condenen.
Se condenen, sí; hemos de repetirlo para que lo entiendan todos.
Algunos de los jovencitos que mueren a la edad de diez o de doce años, y antes tal vez, y no reciben el Sacramento de la Penitencia teniendo tiempo y oportunidad para ello, o no siendo esto posible, no se les excite ó se exciten ellos al verdadero dolor de sus culpas. Algunos de éstos, decimos, tememos mucho que saldrán de este mundo condenados, al paso que otros muchos de la misma edad irán al Purgatorio, y pocos por ventura subirán directamente al cielo. Véase, pues, si tenemos razón en pedir sufragios para los infelices niños, muchísimos de los cuales creemos que padecerán penas atroces en el Purgatorio.
Y porque no se crea que escribimos aquí por antojo y por ganas de asustar y poner en confusión a los pobres padres, algunos de ellos incapaces de pensar mal de sus hijos, dejaremos hablar al eximio oráculo de la Iglesia el Papa San Gregorio el Grande. Dice así: "Aunque hemos de creer que los niños bautizados que mueren dentro de la infancia, van al reino de los cielos, con todo, no se ha de creer que todos los párvulos que ya pueden hablar entren en el cielo, porque a algunos de éstos les cierran la puerta sus padres por la mala crianza que les dan".
En comprobación de las anteriores gravísimas palabras, nos place dar cuenta de un ruidoso hecho histórico, atestiguado por el mismo San Gregorio, quien lo supo de ciencia cierta, por haber ocurrido en su tiempo dentro de la ciudad de Roma, donde él vivía; hecho que fue del todo público y notorio en aquella capital. Lo refiere aquel santo Doctor de este modo:
"Hará como tres años que un sujeto muy conocido de todos en esta ciudad, tenía un hijo de edad de cinco años, al cual amaba con delirio y criaba con el mayor regalo. Este niño, acostumbrado a vivir según su capricho, y a hacer siempre y en todo su soberana voluntad, no podía sufrir que nadie le contradijera en cosa alguna, y si alguna vez se atrevían a intentarlo, prorrumpía en las más horribles blasfemias contra Dios, sin que su infame padre cuidara nunca de corregirlo".
"Sucedió, pues, que cierto día mientras el dicho padre lo tenía en brazos, presenciándolo varios testigos, se aparecieron multitud de espíritus malignos con figuras terribilísimas, negras y espantosas, y viéndolos el niño, estremecido de miedo comenzó a dar grandes gritos, clamando y diciendo: '¡Defiéndeme, papá; defiéndeme, papá, que estos hombres moros me quieren llevar!'. Esto diciendo el niño, vomitó otra horrenda blasfemia contra el Santo Nombre de Dios; y hubo de ser la última, porque en el mismo instante quedó repentinamente muerto en los brazos de su padre, arrebatando aquellos demonios su alma para sumergirla en las eternas llamas del infierno".
Aprendan, pues, los tan descuidados padres, a enderezar desde los primeros años las torcidas inclinaciones de sus hijos, debiendo tener entendido que si los dejan pasar por donde les tira su natural vicioso, más de una vez se convencerán con el tiempo de que en lugar de hijos que les paguen sus desvelos, sólo han criado unos monstruos, afrenta y ruina de la familia, y motivo de condenación para toda ella.
Y no vaya a pensar alguno de los optimistas incorregibles, que el sobredicho terribilísimo suceso de que da fe San Gregorio constituye un caso aislado y excepcional; no se crea que haya sido sólo un ejemplar que permitió Dios en el mundo para escarmiento de los padres y para que sepan que deben cuidar de la crianza de sus hijos desde los mismos pechos de su madre; no hay que hacerse semejante ilusión, pues como dice el mismo San Gregorio, según lo hemos notado arriba, no se ha de creer que todos los párvulos que ya pueden hablar entren en el reino de los cielos: "Omnes párvulos qui iam loqui possunt, regna caelestia ingredi credendum non est".
De lo que San Gregorio escribe podemos por tanto colegir, que si un niño de solos cinco años se condenó, y no todos los niños que saben ya hablar van derechitos al cielo sin pasar antes por el Purgatorio, cuando fallece un pequeñuelo mayor de cinco años, especialmente si se advirtió en él algún discernimiento y malicia, como es de suponer en tal edad, se le deben hacer sufragios.
En efecto; ¿cómo puede ser que un rapaz de cinco o seis años esté sin pecado, si sabe ya tal vez hacer burla y remedar los defectos del prójimo, pelearse soberbio e iracundo con sus compañeros, cometer algunos hurtillos, mentir o encubrir la verdad con cierto disimulo, recatarse de los demás para ejecutar cualquier acción fea, etc., etc.? No nos atrevemos a decir que en tan pocos años haya en aquellas y otras obras que hacen los niños suficiente advertencia y pleno conocimiento para que puedan calificarse de pecados mortales, verdaderamente es esto duro de creer, lo confesamos con mucho gusto, pero que las más de las veces, sino siempre, habrá en ello por lo menos pecados veniales, nos parece que no se puede dudar. Y si cometen pecados veniales, dicho se está que tendrán necesidad de sufragios para alivio de las penas del Purgatorio.
¡Ah! ¡Los padres que se encogen de hombros y nada hacen porque sus hijos aprendan el Catecismo de la doctrina cristiana, comenzando su estudio en cuanto los juzguen capaces, y los que en llegando dichos hijos a los siete u ocho años no cuidan de que se confiesen, máxime si caen en enfermedad grave, habrán de experimentar un juicio muy riguroso en el divino tribunal!
¡Pobres criaturas! ¿De qué os aprovecha el cariño tan tierno y delicado de aquellos que os dieron el ser, si después de vuestra muerte se contentan con lanzar del pecho tal o cual suspiro, o bien con derramar algunas lágrimas del todo estériles, del todo inútiles, si por otra parte no os dan testimonio alguno de su amor ofreciendo sufragios por vuestra alma? Lo dicho: obras son amores. Aliviad, padres, que a ello estáis obligados, aliviad la suerte de vuestros hijos chiquitos, que se os mueren, con oraciones y obras meritorias.
¡Angelitos! Tanto y tan honrosamente como el Salvador os distingue y enaltece, como lo pregona el dulce y preferente amor que mostró hacia vosotros durante su vida mortal, hasta el punto de decir a sus Discípulos: "Dejad a los niños, y no los estorbéis de venir a Mí; porque de los tales es el reino de los cielos". ¡Oh niñez amable y mil veces bendita! ¿Por quién sino por boca de los niños y de los que maman, perfeccionó el Altísimo la alabanza para confundir con ella la elación y soberbia de los grandes y poderosos de la tierra?.
¡Ouán sensible e inconsolable desgracia sería la pérdida de algunos de los niños precozmente descarriados por la incuria y mal ejemplo de sus padres!, los cuales, no obstante su tierna edad, muriendo en tan fatal estado, vinieran a escuchar aquel trueno de la boca de Jesucristo: "¡Apartaos de Mí, malditos, al fuego eterno!".
Oración:
Virgen clementísima, amabilísima, piadosísima y graciosísima; Vos que sois la Abogada de los pecadores, la esperanza de los desterrados hijos de Eva, y la puerta del cielo, acordaos que sois verdadera Madre de un Niño Dios. Pedid, Señora, a este vuestro Hijo que se apiade de los niños, transformando el corazón de los padres, para que de hoy más atiendan solícitos a su cuidado espiritual, así en la presente breve y azarosa vida, como en la futura de ultratumba a la que todos caminamos. Y pues vuestra caridad, Señora, es tan grande, que no sabéis menospreciar al infeliz mendigo que llama a las puertas de vuestra misericordia, pronunciad aquel fiat, que puesto en vuestros labios suena como palabra de vida, y hace brotar del corazón el consuelo, la dulzura y la alegría.
Sí; guardad a los niños, Reina de los Ángeles y Madre de los carmelitas. En su encantadora y angelical inocencia ellos os bendecirán. Por los siglos de los siglos agregados a los coros celestiales, cantarán vuestras alabanzas con sus melodiosas y argentinas voces, dándoos sobre el dulce nombre de Madre, los títulos más regalados, los más bellos, amorosos, magníficos, excelsos, admirables, augustos, inefables y gloriosos: títulos superiores a toda elocuencia, a toda poesía, a toda lengua, a todo cuanto debajo del cielo hay de más grande, imaginable y posible; a todo cuanto en el cielo hay inferior a sólo Dios. Amén.
| Preparación: OratorioCarmelitano.com / OratorioCarmelitano.blogspot.com
No hay comentarios:
Publicar un comentario