El acto de caridad con que un pecador, por más desalmado que sea, se convierte a Dios, es de suyo tan meritorio, que en el mismo instante deja cancelada toda la deuda, transformándole de esclavo de Satanás en hijo muy regalado y querido de Dios y en heredero de la gloria, como se vio en el Buen Ladrón, quien en un punto pasó desde el patíbulo donde moría, en justo castigo de sus delitos, a las delicias celestiales, según lo declaró en aquella misma hora el Salvador, diciéndole: "En verdad te digo, que hoy estarás conmigo en el paraíso". Mas como nuestra conversión muy de ordinario suele ser harto imperfecta, por esta razón son pocos los que se libran de pasar por las llamas del Purgatorio.
¡Oh qué llamas aquéllas! Si con el fuego de acá suele decirse que no se puede jugar con él porque escalda y abrasa, ¿qué diremos de aquél respecto del cual, al decir de San Agustín y otros Doctores, este nuestro fuego es como si no fuera? El fuego de este mundo ha sido criado para servicio y utilidad del hombre, al paso que el del Purgatorio lo ha sido para atormentar, para satisfacción de la divina vindicta, y para castigo de los pecadores, de los cuales dice el Señor: "Los quemaré como se quema la plata, y los probaré como el oro en el crisol". El fuego de la tierra, siguiendo su natural tendencia, abrasa el cuerpo de un justo lo mismo que el de un pecador; no así el del Purgatorio, que arde para hacer su providencial oficio conforme en un todo con la voluntad del Creador, distinguiendo perfectísimamente la mayor o menor culpabilidad de las almas, para dar a cada una su condigno mediante la mayor o menor intensidad de sus ardores.
Dejemos aquí hablar al Profeta: "Cuando el Señor purificará las manchas de las hijas de Sión con espíritu de justicia y con espíritu de ardor". Con estas palabras, espíritu de justicia, parece dar a entender el Profeta inspirado de Dios, que el fuego del Purgatorio no sólo estará dotado de una actividad asombrosa para abrasar, sino dirigido además por un juicio y criterio asombroso que castigará con la debida proporción, llevado siempre de su natural invencible propensión a cumplir en todo y por todo con las adorables disposiciones del Omnipotente.
Consideremos bien, pues mucho nos interesa, que no es el cuerpo material y grosero el que en el Purgatorio padece; es el alma, la cual así como es capaz de mayor placer, lo es igualmente de mayor sentimiento. Nadie puede comprender la lastimosa situación de un alma al verse repentinamente rodeada de aquellas llamas vengadoras, que la envolverán en furioso torbellino para cebarse en ella.
El alma ha sido creada con una sensibilidad la más grande y exquisita. Pues bien, así como vemos que siente mucho más la intemperie una noble y delicada doncella que un rústico campesino avezado a las destemplanzas de las estaciones del año, de igual modo sucede con el cuerpo y el alma: ésta es la doncella noble, la princesa tierna y delicada, imagen encantadora del Eterno; así como el cuerpo es el villano tosco encallecido en las agrestes faenas de sus terruños.
El alma, que de su naturaleza es nobilísima y celestial, muéstrase incomparablemente más sensible que el cuerpo a todo trabajo o sensación desapacible.
Más diremos: toda aflicción que experimentemos en cualquiera de los miembros del cuerpo, no es otra cosa, según San Juan Damasceno, que una natural compasión del alma al cuerpo que le ha sido dado por compañero, en virtud de lo cual puede decirse que el cuerpo sirve al alma de escudo, en cuya dureza se embotan algún tanto los golpes que la hieren; o bien de coraza, en cuya armadura se neutraliza en cierto modo la primera impresión punzante que produce siempre la acerada punta de todo mal. Mas cuando el alma se encuentra sola y abandonada del cuerpo, presa de asombros, estremecimientos y temores, encerrada en angostísimo calabozo, en medio de las densas y palpables tinieblas que reinan en aquel mundo de angustias, cuando todo este turbión de martirios se abalanza sobre ella, ¡oh qué momento aquel tan espantoso!
Continuando la comparación y diferencia que hay entre el cuerpo y el alma, añadiremos que de las diferentes partes de que el cuerpo humano se compone, en las enfermedades y daños que recibe, se duele en todo caso en algunas, no en todas ellas, mientras que los demás miembros sanos que están en aptitud de ayudarle, lo hacen con la máxima solicitud e interés, como cosa tan propia suya. Mas el alma, que es indivisible, sufre ella sola, de golpe y a la vez en toda su esencia cuanto la molesta y martiriza. Y hay que tener en cuenta, que en lo tocante al padecimiento según el estado presente, puede suceder que padezca más un alma del Purgatorio que algunas de las que están en el infierno.
No es ésta una paradoja; un pecador puede ser arrojado en las eternas llamas por sólo un pecado mortal que haya cometido, muriendo sin arrepentirse de él; al paso que otro el cual hubiese ofendido a Dios mortalmente millares de millares de veces, tiene no obstante la suerte de morir en gracia, mas sin haber hecho la debida penitencia. Dado uno y otro de los casos anteriores, el tiempo que éste último estuviere en el Purgatorio padecerá más que aquel otro condenado.
Bien poco hemos adelantado con lo hasta aquí expuesto. En efecto, por más que nos habíamos propuesto ofrecer a la consideración del lector siquiera un esbozo de las penalidades del Purgatorio, comprendemos que casi nada hemos dicho hasta ahora, porque son de tal magnitud, que todas las hipérboles se quedan muy por debajo de lo que en realidad son. Tanto es así, que la misma Iglesia ha querido, al parecer, proponernos aquellas penas como si fueran iguales a las del infierno, al decir en el Ofertorio de la Misa de difuntos: "Señor Jesucristo, Rey de la la gloria, librad a las almas de todos los fieles difuntos de las penas del infierno". Aunque la palabra infierno tiene varias acepciones, y al usarla aquí la Iglesia acaso haya sido su mente el decir lugar inferior, no es ningún absurdo, ni vemos tampoco inconveniente en que hubiese querido significar, como algunos han creído, "lugar infernal", por cuanto si bien no son penas del infierno en la duración, son semejantes a aquéllas en la calidad; y como antes hemos dicho, apoyados en la doctrina del Abulense, pueden tal vez ser superiores por algún tiempo a las de alguno de los condenados.
Y si a esta pena de sentido tan espantosa se añade la de daño, que es mucho mayor, figúrese el cristiano qué mortal angustia será aquella de las almas del Purgatorio. La hermosura y amabilidad de Dios se ofrece a las enamoradas prisioneras como un objeto inmensamente apetecible, de suerte que le buscan con una impetuosidad imposible de concebir; el mismo encendido anhelo del amor con que agonizan, es la medida de su martirio intolerable.
¡Ay!, la pena que les retarda la dicha de ir a gozar de Dios, en expresión de Santa Catalina de Genova, enciende en las almas un fuego que las devora, fuego absolutamente parecido al del infierno.
¡Qué felicidad el poder lograr la salvación! Mas, ¡qué lástima el perderla!, el ver a aquellos verdugos furiosos, que son los demonios, cómo acometen con rabia y crueldad jamás pensada a los que se condenan, asiéndolos con sus uñas y con garfios de hierro encendidos, y precipitándose a las obscuras cavernas del infierno. Porque pasará esto en vista tan fiera, que si Dios nos diera luz para entenderla ahora, podemos tener por cierto que no hay hombre tan fuerte que no perdiese la vida de espanto.
Considera cómo el pecado es tristeza de la conciencia, oscuridad del entendimiento, prevaricación de la voluntad, inquietud de la memoria, alboroto de la imaginación, lesión de la fantasía y derramador de los sentidos, pesadilla del cuerpo, desmayo del corazón, herida mortal, y muerte total del alma, por la falta de Dios, que es la verdadera alegría, luz, vida, salud y fortaleza. El pecado es tirano que nos ciega, cazador que nos enlaza, traidor que nos entrega, ladrón que nos roba, corsario que nos cautiva, encantador que nos embrutece, homicida que nos mata, demonio que nos atormenta, enemigo capital que ni a la hacienda, ni a la honra, ni al cuerpo, ni al alma perdona; él es mar tempestuoso que nos hunde, sima profunda que nos traga, aire corrupto que nos inficiona, y fuego abrasador que nos consume.
¡Oh si mi alma se perdiese para siempre! Si después de esta vida tuviese que ir a parar a aquella cárcel perpetua, en las concavidades y cavernas de las entrañas más profundas de la tierra, donde nunca jamás entra ni entrará rayo de luz para alivio, sino llena de fuego que abrasa y no alumbra, que quema y no consume, que arde siempre y nunca se acaba ni se acabará jamás, porque lo enciende y conserva el soplo de Dios, cuyo poder es infinito: tan fuerte, que del fuego de acá se diferencia como el nuestro como el fuego real del pintado.
Se espeluzan los cabellos de sólo oir los martirios que padecieron San Clemente y Agatángelo, porque ya los echaban en calderas encendidas, ya en hogueras ardiendo, ya les peinaban sus carnes con garfios de hierro y se las refregaban con fuerte salmuera, ya les regaban con aceite hirviendo y les bañaban con plomo derretido, ya les ponían capacetes hechos ascuas en las cabezas, saliéndoles el humo de las carnes abrasadas por las narices, oídos y boca, ya les desencajaban los huesos y miembros de sus lugares naturales, ya les hincaban leznas por entre las uñas de pies y manos, ya les asaban en parrillas a fuego lento, ya les acostaban en duras camas de hierro sembradas de agudas púas, y les apaleaban crueles sayones, no pretendiendo tanto matarlos, cuanto atormentarlos con estos martirios. Pues si sólo de pensar esto, que es como un sueño y cosa de aire respecto de lo de allá, tanto nos espanta, ¡qué será padecer por toda una eternidad aquellos tormentos tan incomparables!
En esta tierra de olvido, en esta región de muerte, en esta horrenda noche, en este estanque de fuego, en esta cárcel de desesperados, y lugar tenebroso, cubierto de tinieblas más espesas y palpables que las de Egipto, donde no hay orden, ni concierto, sino confusión y horror; y finalmente en este infierno son atormentados los miserables pecadores que mueren en pecado mortal, con dos géneros de penas, una que llaman de daño, y otra de sentido, según las palabras de Jesucristo: "Apartaos de Mí, malditos, al fuego eterno". Apartaos de Mí, malditos, significa la pena de daño; y la otra, al fuego eterno, la pena de sentido.
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