"Circumdederunt me undique, et non erat qui adjuvaret. Respiciens eram ad adiutorium hominum, et non erat". (Eccle. LI, 10).
"Me cercaron de todas partes, y no había quien me ayudase. Mirando estaba esperando el socorro de los hombres, y no llegaba".
Los títulos más urgentes de deber y de propia conveniencia demandan de nosotros que nos acordemos de los fieles difuntos, haciéndoles participantes de los bienes que la bondad del Omnipotente ha puesto en nuestras manos, así como en otro tiempo puso en las de Moisés la vara obradora de portentos. Entre otras de las razones que nos han de estimular a hacer obras de caridad en favor de aquellos que pasaron ya a la eternidad y están gimiendo en los lóbregos calabozos del Purgatorio, no es por cierto la menor el considerar que ellos nada pueden hacer por sí mismos que les sea imputado a mérito.
Según el decreto puesto por Dios, el tiempo de merecer es únicamente el plazo de esta vida mortal.
El alma se une al cuerpo para regirle y gobernarle en orden a la consecución de la bienaventuranza a que el Criador elevó con la proporción debida a aquellas dos substancias, el espíritu y la materia; y así las operaciones que hace el alma separada del cuerpo no merecen premio ni castigo, por ejecutarse fuera de los límites y condiciones establecidas por el Hacedor.
Aparte de esta razón por sí sola suficiente, las almas del Purgatorio no pueden merecer, porque si sucediera lo contrario, tendríamos que muchas de ellas que fueron acá negligentes en satisfacer por sus culpas, saldrían mejor libradas que otras más cuidadosas y solícitas, las cuales al dejar el cuerpo enteramente purificadas, volaran al instante al cielo. Si en el Purgatorio se pudiera merecer como en el mundo, las almas reportarían grandes ganancias de su estancia en aquel lugar, y cuanto mayor fuera el reato de sus culpas y más dilatado el tiempo de padecer, mayores habrían de ser sus méritos, siguiéndose de aquí que, en lugar de ser un castigo aquel fuego, más bien pudiera llamarse premio y favor inmerecido, pues con ello se les daba ocasión de acaudalar muchos grados de gloria, supuesto que por aumentar uno solo de estos grados dicen algunos contemplativos que se pudieran sufrir todos los tormentos del Purgatorio hasta el fin del mundo.
Si, pues, nosotros tenemos en cuenta el triste estado de las almas respecto de no ser capaces de merecer a pesar de hallarse sumergidas en un golfo de llamas, sin necesidad de echar mano de otras consideraciones más conmovedoras tal vez para algunos, siquiera como cristianos y como bien nacidos nos hemos de resolver a socorrerlas. El hombre se siente naturalmente inclinado a la conmiseración y piedad no sólo con sus semejantes, sino que esta benéfica propensión se manifiesta en él hasta para con los mismos brutos. Este es el argumento de que se valió el Salvador para confundir a los fariseos, los cuales alegando un pretexto tan fútil como vano, se escandalizaban de que el divino Señor usara de misericordia sanando un enfermo en día de sábado; y así les dijo: "¿Qué hombre habrá de vosotros, que tenga una oveja, y si ésta cayere el sábado en un hoyo, por ventura no echará mano y la sacará?".
Pues bien, en el hoyo profundísimo del Purgatorio caen a millares, no animales brutos, no irracionales en los cuales todo acaba con la muerte, sino almas inmortales criadas a imagen y semejanza de Dios, que imploran nuestros auxilios con acentos desgarradores e incesantes. ¡Cómo! ¿Seríamos nosotros más duros de corazón con aquellas esposas de Jesucristo y hermanas nuestras, que lo somos con las bestias? ¿Ensordeceremos a los clamores de ultratumba con que aquellas infelices cautivas, saturadas de fuego y de dolor, nos están pidiendo a todas horas un memento, una plegaria, una acción cualquiera con tal que sea satisfactoria?.
Como si sus clamores llegaran a nuestros oídos, nos parece estar escuchando estas lastimeras quejas: "Padre, hijo, esposo, hermano, amigo, etc.; no me quejo de vosotros porque, teniendo horror de mi cuerpo, cuya hediondez os molestaba, lo echasteis de casa cuanto más presto os fue posible para cubrirlo con la tierra del sepulcro, pues justo es que aquel que fue tomado de la tierra, vuelva a su origen ("Pulvis es, et in pulverem reverteris", "Polvo eres, y en polvo te convertirás"), fue dicho a nuestro padre Adán. Me quejo de que sabiendo que a la par de vosotros fui dotado de un alma que es eterna, me tengáis en el más completo abandono, cual si nunca me hubierais conocido y tratado, o como si las obligaciones que os hicieron contraer mis sudores y sacrificios, atento siempre, ¡cuitado de mí!, a adelantar vuestra hacienda, hubiesen quedado prescritas y anuladas con la muerte de mi cuerpo".
¡Ay!, muchas de aquellas almas abatidas y desoladas por la crueldad de los hombres más que lo fué David por las persecuciones de sus enemigos, podrán justamente elevar al cielo las siguientes endechas con que aquel Rey penitente desahogaba su corazón herido y destrozado con las angustias que padecía:
"Sálvame, Dios; porque han entrado las aguas hasta mi alma.
Atollado estoy en el cieno del profundo, y no hay consistencia.
He llegado a alta mar, y la tempestad me ha anegado.
Me cansé de dar voces; se enroquecieron mis fauces ; desfallecieron mis ojos, mientras que espero en mi Dios.
He sido hecho extraño a mis hermanos, y forastero a los hijos de mi madre.
Y esperé que alguno se entristeciese conmigo, y no lo hubo; a que alguno me consolase, y no lo hallé..." (Salmo LXVIII).
Cierto, sí; con propiedad verdaderamente desconsoladora se quejarán aquellas almas de nosotros, sobre todo de los parientes y domésticos, para lo cual nos parece que usarán con preferencia aquellas palabras con que el pacientísimo Job explicaba su cruel desamparo, según lo leemos en el capítulo XIX de su libro, donde entre otras cosas, dice:
"Mis conocidos, como extraños se han alejado de mí.
Me han abandonado mis parientes, y se han olvidado de mí los que me conocían.
Los moradores de mi casa, y mis siervas, me han tratado como a extraño, y he sido como un forastero a los ojos de ellos.
A mi siervo llamé, y no me respondió; por mi propia boca le rogaba.
Mi mujer tuvo asco de mi hálito; y rogaba a los hijos de mis entrañas.
Me han abominado los que en otro tiempo eran mis consejeros, y aquel a quien más amaba me ha vuelto las espaldas".
O bien, reanudando la anterior salmodia de David, dirán:
"Señor, Dios de mi salud; de día y de noche clamé delante de ti.
Porque llena está mi alma de males, y mi vida se ha acercado al infierno.
He sido contado con los que descienden al lago, he venido a ser como hombre sin socorro.
Libre entre los muertos. Así como los heridos que duermen en los sepulcros.
Me han puesto en un hoyo profundo, en lugar tenebroso, y en sombra de muerte..." (Salmo LXXXVII).
¡Qué miseria y estupidez la nuestra! Alucinados con los insulsos placeres de este mundo, apenas entendemos una letra de lo que pasa en el otro. A bien que no es mucho que tal nos suceda a los pecadores, cuando vemos que aún los justos tienen mucho que aprender, porque como dice Oseas: "¿Quién habrá tan sabio, y entenderá estas cosas?" ("Qicis sapiens, et intelliget ista?"). Sí, aún los justos tienen mucho que aprender.
| Preparación: OratorioCarmelitano.com / OratorioCarmelitano.blogspot.com
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