Aunque nuestro principal y casi único objeto es hablar de las almas que emigran de este mundo para pasar al Purgatorio, con todo tratándose de la materia que enuncia el epígrafe del presente capítulo, parece conveniente digamos también algo de las almas que van al cielo, al limbo y al infierno.
Van, hemos dicho; y dijéramos tal vez mejor son llevadas o acompañadas, porque en primer lugar es muy probable que los demonios arrebatan al infierno a aquellas almas que Jesucristo maldice y condena al fuego eterno.
Y con respecto a los niños que mueren sin bautismo, dice el Abulense que los demonios los llevan también al limbo, porque aunque no tienen pecado actual, están inficionados con el mortal que contrajeron por la generación, al cual llamamos pecado original. Empero aquellos espíritus malignos, sigue diciendo el Abulense, no atormentan a los niños, por cuanto éstos no sufren pena de sentido. Con todo, como ningún alma va sola al lugar que le está destinado en el otro mundo, sino acompañada de los Angeles o de los demonios, no acompañando a aquellos niños los Angeles por no pertenecer a la ciudad de Dios, probablemente sea que los acompañen los demonios.
Los niños que están en el limbo parece que no tienen idea alguna de la bienaventuranza, que consiste en la visión intuitiva de Dios, y por lo tanto ninguna pena les causa el estar privados de ella; y aunque algunos admiten un orden de providencia bienhechora de parte de Dios para con los mismos, con todo no deja de ser desgracia imponderable la suya, por estar desheredados de la gloria.
Los padres sobre todo, tienen estrechísima obligación de hacer bautizar a sus hijos lo más pronto posible después de su nacimiento. Las opiniones que sienten poderse diferir el bautismo de los recién nacidos hasta quince o más días son contrarias a la actual disciplina. San Ligorio (lib. 1, dub. III, n. 118), juzga que lo más que se puede prolongar el plazo para conferir el bautismo a un infante sin incurrir en pecado mortal es hasta diez u once días. Y aún otros autores cercenan algo de aquel plazo, limitándolo a solos ocho días, pasados los cuales sin causa suficiente que justifique la tardanza, entienden que las personas a quienes incumbe cometen pecado grave. Y Benedicto XIV (De Synod. diaec. lib. XII, cap. 6, n. VII) dice que ni aún la dilación de los ocho días se debe consentir cuando peligra la vida del niño.
Por lo que hace a las almas que salen de este mundo en gracia, los Ángeles o por lo menos el Ángel Custodio de cada una las acompaña al cielo a las que están enteramente purificadas, y al Purgatorio las que llevan consigo algo que satisfacer, pues consta que cuando murió Lázaro el mendigo, lleváronle los Ángeles al seno de Abrahán.
Entrando, pues, en la materia que inician aquí las apariciones de los difuntos, diremos que los bienaventurados pueden venir a este mundo con el santo fin de darnos consuelo y ayuda para que no desfallezcamos en la lucha que hasta el postrer aliento hemos de sostener contra los enemigos de nuestra salvación. Mas como los ciudadanos del cielo no quieren ni pueden querer otra cosa más que aquello que quiere Dios, de aquí que sólo hacen uso de la libertad y poder que tienen para venir a visitarnos cuando conocen ser esto del agrado y voluntad del Creador.
Vemos, en efecto, que Samuel, evocado por la Pitonisa, se apareció a Saúl; que Moisés y Elias se aparecieron en el Tabor el día de la Transfiguración del Salvador. Este mismo Evangelista dice que en la muerte de Jesucristo se abrieron los sepulcros, y un gran número de Santos que habían muerto resucitaron, y viniendo a la santa ciudad de Jerusalén se aparecieron a muchos. Cristo Señor Nuestro, su Madre Santísima, los Ángeles y los Santos, se han aparecido innumerables veces a sus devotos. Por cierto que no son pocas las apariciones milagrosas que constan igualmente de la Sagrada Escritura, y otras que fueron declaradas tales por el oráculo de la Cabeza visible de la Iglesia, al paso que otras muchas las vemos atestiguadas por órganos irrecusables: valga por estas últimas la aparición de Nuestra Señora de Lourdes, ocurrida en nuestros tiempos y confirmada por multitud de curaciones portentosas.
Las almas de los condenados se aparecen también cuando Dios así lo permite o se lo manda, porque ni aun con la ayuda de los demonios pueden salir del infierno. El fin ordinario que el Señor se propone en esas apariciones suele ser el poner espanto y terror a los pecadores, mostrando la gravedad de las penas que se padecen en aquel lugar, "nullus ordo, sed sempitemus horror inhabitat".
Los niños que están en el limbo no se aparecen ni hay memoria de que jamás se hayan visto de nadie, porque ellos no gozan de gloria con cuya manifestación puedan excitar nuestros deseos de alcanzarla, ni como párvulos tienen noticia ni experiencia de cosa alguna que nos pudieran enseñar, ni padecen pena de sentido que revelada nos alejara de la culpa ni nuestras oraciones les pueden servir de ningún provecho. Ni ellos, finalmente, nos han de poder ayudar en nada.
Por lo que hace a las almas del Purgatorio, no pueden aparecerse cuando quieren, según la ley puesta por Dios, el cual les ha deputado aquel lugar para purgarse en él y limpiarse de sus manchas. Pero con particular licencia y privilegio del Altísimo salen muchas almas del Purgatorio y aparecen a los vivos pidiéndoles favor y ayuda para librarse de aquellas llamas. No bastaría todo un libro, por voluminoso que fuera, para dar cuenta de todas las apariciones de que dan fe escritores tan doctos como santos. San Gregorio escribe de muchas almas del Purgatorio aparecidas. Las Santas Brígida, Gertrudis, Lutgarda, Liduvina, Cristina llamada la Admirable, y tantas otras, tuvieron a su vez muchísimas. El venerable Palafox en el tomo VIII de sus obras, titulado "Luz a los vivos y escarmiento en los muertos", refiere las apariciones de ánimas benditas tenidas por la venerable Madre Francisca del Santísimo Sacramento, monja Carmelita, las cuales fueron tantas y contadas por ella en virtud de santa obediencia, que ponen asombro en quien las lee.
No insistiremos, pues, en esto. Basta que sepamos que las almas del Purgatorio por voluntad del Altísimo se aparecen muchas veces a los de este mundo. Con todo, como el demonio es tan astuto y puede engañarnos con falsas apariciones, es necesario que vivamos prevenidos, pues ya tiene sucedido que transfigurándose el maldito en Ángel de luz ha dicho a algunos: "Yo soy el alma de fulano de tal que estoy en el cielo"; o bien "que estoy en el infierno". Y esto lo hace porque como ve que se celebran Misas y se hacen otras obras buenas por algún alma que está en el Purgatorio, se vale de estas marañas a fin de estorbar los sufragios, para que se le dilate la eterna felicidad. Trazas son éstas propias del que es mentiroso por excelencia.
No siempre será fácil distinguir cuando las apariciones son verdaderas y cuando falsas. Las primeras suelen causar turbación y temor al tiempo de manifestarse, como le sucedió a Zacarías en el altar del incienso cuando vio al Ángel. "Al verle se turbó y cayó temor sobre él". Mas a la turbación y temor sucede luego la confianza, el gozo y la tranquilidad de espíritu. Muy diferentes son los afectos que causan las apariciones falsas o aquellas en que el diablo anda de por medio, pues si al principio parece que alegran y deleitan, muy presto desaparece esta mentida bienandanza para dar lugar a la inquietud, amargura, y al negro humor y aburrimiento que domina todo el ser del hombre.
Las apariciones verdaderas, si son de espíritus bienaventurados, iluminan la mente y encienden en deseos de amar al sumo Bien; desprenden el corazón de las cosas criadas, aficiónanle a las celestiales, y mueven la voluntad a la mortificación y penitencia. Ninguno de estos efectos se halla en las apariciones falsas. Lejos de esto, el que las recibe o cree neciamente recibirlas, si en ellas se complace, si las consiente le llena de vanidad y orgullo, le hacen amigo de su propio parecer, desobediente, menospreciador de los demás, inmortificado, etc., etc.
Las almas del Purgatorio suelen aparecerse, presentándose a nuestros ojos envueltas en un haz de llamas, o bien en aquella misma forma que tenían durante su vida, siempre tristes, siempre dolientes, pero respirando una dulce resignación. Sin especiales auxilios de lo alto nadie puede acostumbrarse a visitas tales, porque es mucho el temor y temblor que causan, si bien este temor va mezclado de algún consuelo, por el interés y la compasión que produce en el alma de quien semejantes apariciones recibe. También se aparecen en forma de cosas insensibles y sin vida, como de resplandor, de luz, de fuego, de llama, de nube, de sombra...; y de ello dan razón las vidas de los Padres, las historias eclesiásticas, y otros documentos dignos de todo crédito.
| Preparación: OratorioCarmelitano.com / OratorioCarmelitano.blogspot.com
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